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"¿Me conoces?"

La vio venir de lejos, como un jabalí hembra entre los invitados. Pensó que su mirada le traspasaba y que el objetivo de la bella estaba a su espalda, pero ahí sólo estaba la pared del salón y ella se acercaba decidida, cruzaba el parapeto de los interlocutores y le llamaba por su nombre: "Hola, ¿no me conoces?". Las neuronas empezaron a buscar su recuerdo bajo los felpudos del cerebro y no encontraron nada. Ella insistía con esa crueldad de conserje ante el intruso: "¿No te acuerdas de mí?". Y el grupo mantenía un silencio embarazoso a la espera, de saber cómo acababa el combate entre la amnesia y el deseo. Se la veía saborear ese pequeño orgullo de los propios recuerdos. Probablemente tiempo atrás debieron decirse que nunca se olvidarían, y él, abrumado por los rostros y los años, la había traspapelado. Ahora cada segundo en silencio era una pequeña venganza, y en aquella mujer bellísima no se percibía ningún gesto de piedad. No era previsible que dijera finalmente su nombre y que a incómoda escena se resolviera en un surtidor de abrazos y de besos. Le haría sufrir lanzándole dardos de sí mismo en los órganos menos vitales de la memoria. Le habló de la escuela y era su escuela. Sacó el nombre de su perro y casi le pareció oírle ladrar entre los salones. Se relamió con el pastel de su primera boda y sus labios eran rojos como las guindas. Lo conocía todo de él, y él, en cambio, era incapaz de recordarla. Salieron a la calle y ella continuaba incansable: "Pero, ¿no te acuerdas de cuando venía a verte al hospital después del atropello?". Respiró tranquilo. Él nunca había estado en ningún hospital. Nunca le atropellaron. Todo era una confusión. El bochorno público ahora era para ella. El grupo la miraba fijamente como diciendo: "Nuestro amigo es el de siempre, pero tú, ¿quién eres?". A él le cogió una risa boba. Perdió pie en el bordillo y se lo llevó por delante un autobús dormido.

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