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La profecía

Si algo parece que en el moderno concepto de ciencia no puede tener lagar es el discurso profético (Karl R. Popper dixit). En tanto se piense que sólo la ciencia goza de auctoritas (y de legitimidad, por tanto) en el terreno del conocimiento, el lenguaje profético carece de credencial pública necesaria para producir efectos de sentido y de verdad. Se puede aceptar, ciertamente, como un género literario y, lingüistico propio de épocas religiosas, o pre-cientificas, o míticas, o pre-filosóficas, pero obviamente nada tiene que decir ni decidir en el ámbito moderno del conocimiento.Pero si resulta que esa auctoritas comienza a discutirse, en el sentido que se empieza a cuestionar de verdad la legitimidad del monopolio del conocimiento y del sentido por parte de lo que modernamente se llama ciencia y técnica, entonces, forzosamente, deberá replantarse el veredicto popperiano sobre el discurso profético. No en forma de crítica de la caracterización, lúcida, de la pretensión científica de ciertas predicciones históricas (las de Marx, Spengler, etcétera), sino más bien en el sentido de repensar la legitimidad del género profético en sus pretensiones, no de ciencia (en el sentido técnico del concepto), pero sí de conocimiento. Y me refiero aquí a la profecía que tiene que ver con el futuro: sentido popular del término profecía, distinto de lo que por tal se entendía en Grecia o en la Arabia de Muhammad.

Lo más fascinante del Renacamiento europeo radica, quizá, en que todavía no están formadas las pautas rígidas que poco a poco encorsetarán la ciencia por el camino epistemológico y metodológico que hoy reconocernos como una de sus mayores servidumbres. Al conocimiento se llega por muchos caminos convergentes, sin que estén separados aun el arte, la técnica, la ingeniería, lo que llegará a llamarse ciencia, las enseñanzas humanísticas, la historia magistra vitae y la posible proyección del pasado conocido en un futuro acaso reconocible. Todo ello sin excluir la astrología, la magia naturalis, la ciencia kabalística de los número, la mística y la gnosis.

En Durero, en Da Vinci, en la teología y filosofía de Pico della Mirándola, o ya en Alberti y Nicolás de Cusa (y por supuesto en Kepler o Giordano Bruno) hallamos ese universalismo sintético y ese racionalismo fantástico en el cual todavía, por fortuna, no está diferenciado lo que poco a poco, quizá desde la creación de las escuelas racionalistas y empiristas, o desde el trágico síndrome de las guerras de religión y de la dinámica reforma-contrarreforma, o sencillamente desde Galileo y Descartes, se distinguirá con nitidez: ciencia frente a magia, filosofía moderna contra escolástica, astronomía desgajada de astrología, física liberada de magia naturalis, ciencia histórica desprendida de tentaciones proféticas.

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Nostradamus era uno de esos hombres renacentistas. Podía haber servido de modelo al Fausto de Marlow, incluso al de Goethe. Uno se asombra, al leerle, de la ingente cultura humanística, religiosa e histórica que destilan sus célebres Cuartetas, a través de las cuales desfila Tito Livio, Tácito, Julio César y un ingente y poderoso compendio de fuentes religiosas cristianas, hebraicas o islámicas.

A excepción del gran investigador de las religiones indoeuropeas George Dumezil (y algunos pocos más), son pocos los que se han tomado en serio el discurso profético de Nostradamus. O mejor dicho, quienes más en serio se lo han tomado no han invitado, precisamente, a levantar la sospecha de charlatanería que pesa corno una losa sobre sus, por lo demás, endiabladamente crípticas Cuartetas. Se sabe de su utilización descarada como oráculo manual de los acontecimientos de cada siglo o coyuntura. Se ha hecho uso de las Cuartetas para refrendar, o hasta predecir, tal o cual acontecimiento histórico o periodístico. Ha alimentado como ningún texto el hambre apocalíptica y milenarista, mezcla de deseo y, de temor, que en circunstancias determinadas se propaga como una plaga. No es sorprendente que la reciente guerra del Golfo, tan llena de sombríos presagios (y de siniestras realidades), haya traído a los escaparates de las librerías los textos de nuestro profeta.

Al leerlo destaca, más incluso que la innegable impregnación del texto en la mejor tradición esotérica, su cercanía histórico-espiritual con Maquiavelo. Impresiona la potencia de su visión, así como la lógica según la cual dicha visión se proyecta sobre un escenario épico, militar, político, en el que, de pronto, todo el futuro, desde 1555 hasta quizá el año de gracia 3797, se nos extiende sobre un tapiz que se enrolla y desenrolla.

De hecho, ese tapiz parece destacar un escenario histórico muy particular, aquel en el que comparecen los principales dramatis personae de ese extraño relato expuesto en clave cifrada: el gran Chirén, emperador de Europa, anticipado acaso por el genio guerrero de Emeciano; los emperadores monstruos; los Hércules; Barba de Bronce o Aenobarbo (Nerón), los sátrapas del imperio bárbaro (los cabezas rapadas), los santos (Poi Mansol, el más celebrado de todos), las vicisitudes de la Dama (la república), las tiranías itálicas, la desmembración de Francia, el gran imperio... J. Ch. Pichon, en un espléndido trabajo, muestra cómo se va cumpliendo la ley del eterno retorno en el relato: el conocimiento histórico de la secuencia Babilonia-lsrael-Grecia-reinos helenísticos-Roma-Bizancio-islam se provecta sobre el futuro. Pero con tal maestría que esa proyección no es en absoluto mecánica: deja libre la imaginación visionaria. Y ésta, aquí y allá, deja que salpiquen el relato nombres propios o localizaciones sorprendentes: Montmorency, San Quintín, Varennes, Rousseau, Franco.

Lo que da al relato de Nostradamus, sin embargo, una potencia específica es, creo, la increíble percepción histórico-política de que hace gala: de entre el amasijo de pueblos que eran contemporáneos a él, uno de ellos es el que localiza y descubre como futura potencia de un imperio mundial: Inglaterra. Pero no tanto la propia Inglaterra cuanto un país, relacionado con ella, situado "en lo más profundo del occidente inglés". Allí comparece el locus más enigmá

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tico y sorprendente de todo su texto: Port Selin (con las variantes costa Selina, mar Selina, Selin monarca, ciudad nueva, etcétera).Francia, Italia, España, Alemania, Austria, Dinamarca, Polonia, Suecia, Bélgica, el lago Leman (Suiza), Malta: la vieja Europa es, en el relato profético, espacio de luchas y conflagraciones, objeto pasivo de dos terribles invasiones (una de Puerto Selin; otra, posterior, de pueblos islámicos). Pero nunca es sujeto activo de poder. No es Pempotam, para decirlo en clave nostradámica. Inglaterra, y sobre todo l'Americh (sic), sí lo es. L'Americh, los "hermanos unidos", Port Selin: he aquí el Pempotam en connivencia (frágil) con una potencia más desdibujada, más mediocre, más expuesta a influencias bárbaras (orientales, islámicas), que es el rincón Aquilonario, situado hacia el Este. Dumezil localiza el Aquilón en el entrante del Báltico en donde se contruirá Petro grado (Leningrado).

Pero no acaba aquí lo asombroso. Hacia fines de nuestro siglo (1980, según los cálculos de Pichot, que publicó su libro en 1970) tiene lugar una importante inflexión histórica: el islam, después de un siglo y medio (no se olvide, un siglo y medio a escala mundial, una cifra bastante escasa) de decadencia política y espiritual, comienza a dar signos de renacimiento. De nuevo el viejo corazón púnico comienza a hostigar a Hadria (¿el Adriático?), a la isla de Malta, al sur de España (Granada, Córdoba). Pese a innegables derrotas y desengaños iniciales (algunos terribles, podríamos apostillar), ese viejo corazón púnico inicia una ascensión hacia el Pempotam, hasta llegar a ser poco a poco el segundo sujeto activo de poder.

Port Selin, el gran Chirén, los Hércules, Aenobarbo ya no podrán evitar su presencia constante y atosigante. Es posible incluso que una nueva religión, nacida en el profundo Occidente pero extendida por Oriente, la religión hespérica, abra un horizonte ecuménico, comunitario, entre culturas y pueblos permanentemente hostiles y recelosos. Esperanza, seguramente, poco duradera. El drama conduce a tremendas invasiones púnicas, unas comandadas por flotas líbicas, otras por fuerzas aliadas de Mahomet y Aquilón, otras instigadas por gente pérsica...

¿Fantasía? ¿Ficción? ¿Superchería? ¿Charlatanería? ¿Inspiración divina? ¿Imaginación de visionario, bien pertrechada por conocimientos históricos y por una extraordinaria base cultural? ¿Divertimento de un judío renacentista impregnado de los valores, las ambiciones y las percepciones de su tiempo? En todo caso, su lectura es hoy fuente de conocimiento, pese a ser, o precisamente por ser, profecía, género profético (mal que le duela a Karl R. Popper). Profecía y poesía en clave humanística, renacentista, vertida en la escritura críptica de un genuino espía de Dios.

Eugenlo Trias es catedrático de Estética de la Universidad Politécnica de Barcelona.

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