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Fresas para las focas

A nivel de patria, podemos sentirnos satisfechos. Según unos, se ha hecho lo que se debía, y, según otros, se ha hecho lo que no se debía. Se debiera o no se debiera, resulta evidente que, a lo hecho pecho, no nos hemos convertido en una potencia mundial. Más o menos victoriosos o avergonzados los españoles, la patria continúa donde estaba. Y la prueba es que de nuevo se ha planteado la conveniencia de un Ejército enteramente profesional o de un Ejército de quintos mandado por profesionales.Mientras esta cuestión no quede resuelta, no podremos enviar nuestras Fuerzas Armadas a desalojar, por poner un ejemplo, al Ejército chileno de la Antártida. Dicho de una manera más sutil, en la implantación, del ordine nuovo iremos sólo de subordinados. Con independencia de la estética, en los asuntos feos a unos Gobiernos les gusta ir de héroe, a otros sencillamente pasar y a algunos les satisface ir de palanganero. Pero es obvio que el destino de la patria no se decide a golpe de voluntarismo gubernamental, evidencia que en las últimas décadas nos ha impedido a los españoles la posesión de una colonia a orillas del lago Ladoga, la reconquista de Gibraltar y, recientemente la obtención de contratas mollares en la reconstrucción del Kuwait liberado.

Éstas son Ilusiones y opiniones que, a la caída de la tarde, se debaten, como ideas, en bares y cafeterías, siempre que no surjan ultrajes fiscales o hecatombes futbolísticas, materias privilegiadas de diálogo a la hora del copeo. La ciudadanía propende en la consideración de los conflictos internacionales a un simplismo resolutivo, fundamentado en las ganas de ganar alguna vez en la vida más que la atávica nostalgia del imperio perdido. En un extremo se solventan los conflictos metiendo en cintura a esos salvajes con una Invencible insumergible. En el otro extremo, suprimiendo de las reuniones internacionales a los ministros y a los expertos, que con los traductores bastaría. Pero también es obvio que el destino de la patria no se decide a palmetazos en la barra.

Después de un invierno convulso y lúgubre, faltan energías para hablar de las batallas de la posguerra de esa guerra nunca declarada. La vida no es grata, no con frecuencia fácil, en las calles de las grandes ciudades y de los pueblos pequeños, donde la amabilidad desconcierta y la generosidad sobresalta. Tanto se ha escamoteado, enmascarado y troceado la realidad, tanto se ha utilizado el nombre de Dios en vano, que el ciudadano no cree en lo que ha oído, ni, sobre todo, en lo que ha visto en su propio televisor. Receloso y evasivo, se cobija en el fatalismo y, como en el romance lorquiano, concluye que "aquí pasó lo de siempre. Han muerto cuatro romanos y cinco cartagineses" . No obstante, en pocas semanas habrá que elegir alcalde.

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Alguien, con memoria de la dictadura, enfatiza que los políticos no hacen mala la democracia, y que la democracia permite prescindir de los malos políticos. O sea, vamos a ver, replica alguien sin memoria de la dictadura, entonces ¿la democracia no garantiza la felicidad? La felicidad no tiene otra garantía que las pretensiones de la propia madre de cada uno. Nacida la democracia hace siglos y durante siglos sin aplicación práctica, la historia enseña que el hombre quizá sea demócrata más por razón que por naturaleza, si bien de esta enseñanza también puede deducirse que al tirano le resulta más cómodo aplastar la naturaleza que eliminar la razón. Incluso quienes entre un diputado y un lavavajillas no dudarían, convencidos de que el progreso no se debe a los diputados sino a los electrodomésticos, afirman que van a votar, aunque únicamente sea por fastidiar al alcalde. Es una esperanza, ya que precisamente en esa posibilidad de amargarle la vida al Ayuntamiento reside la gracia esencial de la democracia, con tal que, si el alcalde sale reelegido, ningún votante asalte pistola en mano el concejo.

Si ciertamente siempre se desea más democracia de la que se tiene, en ocasiones hay menos de la que se dice. La democracia encoge, como se encoge el ánimo al humedecerse y el cuero al secarse. Tanto la violencia como la unanimidad provocan en la democracia esa clase de enanismo, en el que, al ser las proporciones normales, se intenta hacer pasar al enano por bajito. Alguno ha dejado abierta la puerta y hasta la barra llega un ventarrón primaveral, que disipa el humo y trae olor a kurdos, genocidios, palestinos, pozos de petróleo incendiados, napalm y cotizaciones de Bolsa. Después de cerrar la puerta y antes de recobrar la humareda de los cigarrillos y de los calamares fritos, los olfatos más agudos perciben que ha quedado un hedor a desencanto alemán y a Cossiga.

Un parroquiano de fiar asegura que sabe de buena fuente que se han tomado todas las precauciones necesarias para que la paz continúe siendo una tregua entre la última y la próxima guerra. De repente a la concurrencia le sabe a poco elegir alcalde, y, como los forofos que a un cuarto de hora del final ya sólo confían en el árbitro, surge la iniciativa de elegir por sufragio directo al secretario general de las Naciones Unidas. Tras una procelosa campaña, gana a la madre Teresa de Calcuta por dos votos Vanessa Redgrave. Un rumboso ha introducido unas monedas en la máquina de los discos. Durante un rato, los contertulios, con un nimbo de cascos azules sobre las cabezas, atienden a Pericón de Cádiz que canta por alegrías: "Aunque pongan en tu puerta / cañones de artillería...". Muy lentamente se reanuda la conversación, y, servida ya la penúltima ronda, se brinda por que, en vez de un Ejército profesional o un Ejército de quintos mandado por profesionales, la patria envíe, como ayuda humanitaria, fresas para las focas el día, no lejano, en que las fuerzas multinacionales invadan la Antártida para desalojar al Ejército de Salvación.

Juan García Hortelano es escritor.

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