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Tribuna
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El sofá

Los dos amigos se encontraron de nuevo en el quicio de los cuarenta, y daba gusto verles dándose manotazos en la espalda después de tantos años sin saberse. Intercambiaron sus vidas como si fueran cromos y se reconocieron bajo los primeros brotes de las canas. Tanto tiempo ausentes el uno del otro les había dado nuevos disfraces y oficios insólitos, pero en tan sólo unos minutos aparecían vestigios de gestos comunes y ecos de bromas privadas de su juventud disecada. Les iban bien las cosas. Uno de ellos incluso se había convertido en propietario de una hermosa casa de campo. Y el otro se disponía a ennoblecer su afortunada soltería con la remodelación de un magnífico ático. "Sólo me falta un buen sofá", dijo el primero. Y el viejo amigo, dispuesto a poner objetos a los que amarrarse para no perderse de nuevo, le ofreció el suyo. "Está en muy buen estado y yo lo voy a cambiar. Llévatelo". Y así aprendió a vivir con aquel mueble que era como la prótesis de su amistad fracturada.Pero un sofá de segunda mano es un museo involuntario (le la memoria ajena. Una tarde crucigramera el bolígrafo se coló por la rendija del respaldo, y, en la búsqueda, aparecieron todos los secretos decantados. Primero emergió un puñado de monedas que en su tiempo fueron dinero y que ya sólo eran numismástica. Luego afloraron restos de octavillas predemocráticas, alguna colilla porrera y entusiasta, un condón temeroso, el típico panty olvidado bajo el amor clandestino, y hasta un poema arrugado e inútil con promesas ya escuchadas en labios más cercanos. Su amigo no había perdido el tiempo. Ahora que le había reencontrado podría animarle la vicia y seguirle los pasos. Entonces fue cuando entre los cojines apareció el pendiente de brillantes que su propía mujer decía haber perdido en la playa del 82, y el sofá pareció sonreír con la r esignación de los dela-',ores.

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