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Defensa y abandono del idioma

El Parlamento de Puerto Rico ha decretado que el español sea la única lengua oficial de ese país, y su Gobierno me invitó, junto con otros miembros de la Real Academia Española, a tomar parte en una ceremonia destinada a solemnizar el acontecimiento. Creo que, en parte al menos, esa invitación se debía a mi antigua permanencia por varios años en la isla, durante una época en que pude ser testigo -y en cierto modo, intérprete y cronista- del proceso -de recuperación de su autonomía dentro del sistema político de Estados Unidos. Anexionado el territorio a raíz de la guerra de 1898, quiso imponérsele entonces un trato colonial, con autoridades norteamericanas y con la enseñanza obligatoria y exclusiva de la lengua inglesa. No hay por qué repasar ahora los esfuerzos denodados e inteligentes que han conducido por etapas hasta el momento actual, cuando, completando el proceso de dicha recuperación, se reivindica con esta ley, en manera redundante, quizá excesiva y ya innecesaria, la evidente personalidad política y cultural del pueblo puertorriqueño. De su texto se desprende que su proclamación ha significado, también y al mismo tiempo, una respuesta tácita -aunque no menos contundente- a las disposiciones que en varios Estados de la Unión norteamericana recientemente decretaron para, sus respectivos territorios la oficialidad única de la lengua inglesa. El preámbulo de la nueva ley puertorriqueña -una exposición de motivos encabezada por amplia cita de nuestro gran poeta Pedro Salinas proclama que la lengua no sólo es expresión del conocimiento, del saber racional lógico y de lo afectivo, sino que es, a su vez, una afirmación de la personalidad nacional e histórica de los pueblos". El sentido último de esta nueva ley del Estado Libre Asociado de Puerto Rice, y de la solemnidad con que su promulgación se celebra no es difícil de descubrir. Con complacencia me hubiera sumado a tal celebración si dificultades de última hora no me hubiesen impedido acudir. Deseaba haber aprovechado la ocasión de participar en el acto casi para lamentar, por mi parte, ante aquel foro lo que respecto de esta nuestra lengua común está ocurriendo en España misma. Y puesto que las circunstancias me han impedido hacer lo, resumiré aquí lo que hubiera querido denunciar ante mis amigos puertorriqueños. Más o menos era algo como lo que sigue.Pasado ya más de un decenio desde que se implantó aquí la democracia, todavía sigue padeciendo mi país natal, en cuanto al idioma se refiere, el efecto bumerán de la represión de las lenguas locales a que el régimen franquista se entregara. Las baladronadas puerilmente retóricas de aquel periodo, a cuenta de la entonces aclamada lengua del imperio, y la necia actitud de desprecio que !algunos cerriles peninsulares solían asumir frente a aquellos de sus compatriotas que usaban otras hablas no menos peninsulares que el español de solera castellana dieron lugar entonces a, justificados resentimientos y agravios que el régimen vigente ha pretendido reparar adoptando en cuestiones idiomáticas, como en tantas otras cuestiones, una actitud muy liberal, con el reconocimiento, ampare, y fomento de las lenguas regionales, que, incluso, quedaron oficializadas en la vigente Constitución del Estado.

Lo que está ocurriendo ahora -hubiera agregado- parecería ser, sin embargo, fatalidad irreparable de la, condición humana: ahora, cuando nadie en España se atreve, ya a exhibir la antigua arrogancia idiomática frente a aquellos compatriotas que se expresan en lengua distinta a la española común, ahora -repito-, en regiones autónomas bilingües donde la gran mayoría de la población desconoce el idioma regional, se está procurando por todos los medios imponerlo obligatoriamente y desalojar así el instrumento de comunicación general. Frente a la prepotencia de estos rampantes nacionalismos de corto radio, que han venido a sustituir hoy la prepotencia del viejo nacionalismo de la hispanidad, el resto de los ciudadanos del Estado español se muestran tan aquiescentes, sumisos, obsecuentes o acoquinados que -para ofrecer tan sólo una muestra pequeñita- diarios de Madrid que, lógicamente, escriben en sus páginas no London, o Bordeaux, o Firenze, sino Londres, Burdeos y Florencia se prestan en cambio a poner los nombres geográficos peninsulares no en el español de todos, que es la lengua en que el periódico aparece, sino en la vernácula de la respectiva localidad.

No hace mucho publiqué en la prensa un artículo comentando la sorpresa y casi escandalizada perplejidad, apenas disimulada por la cortesía, que había podido percibir en visitantes hispanoamericanos de paso por España. ante el abandono en que se tiene a nuestra lengua común en este país mío, donde se originó y desde donde irradió al mundo entero. Si me permito denunciar ante ustedes -hubiera explicado en aquella tribuna a mis oyentes- la aflictiva situación española es con el propósito -quizá importuno- de prevenir contra los males de todo extremismo en temas como este del idioma, que suele despertar por doquiera más apasionada emoción que racionalidad. Y al decir esto estaba pensando -es obvio- en las tensiones, origen con frecuencia de dolorosos conflictos, que están dando pábulo y prestando pretexto en diversas áreas de este castigado planeta a choques violentos y con frecuencia a crueles atrocidades en confrontaciones que no tendrían por qué hacerse irreductibles.

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Entiendo yo que, en cuanto instrumento básico de comunicación, y sobre todo de autoexpresión, bueno y necesario será -no hay duda- el defender la propia lengua, sosteniéndola contra cualquier agresión encaminada a suprimirla o degradarla, tal cual se ha hecho en Puerto Rico con ejemplar tino y eficacia plena. Sin embargo, ya ha pasado la época -una época de bien definida y acotada justificación histórica- en la que se vinculaban al idioma supuestas esencias nacionales para servirse de él como arma al servicio de la unificación política, y en esta hora de la historia, en las proximidades del siglo XXI (tales son las palabras que inician el preámbulo de la ley en cuestión), esto es, en una etapa de la humanidad que inevitablemente debe fundarse sobre la convivencia y coordinación universal de las diferencias dentro de un mundo integrado, resulta indispensable que las gentes desarrollen un espíritu de civilizado respeto y serena aceptación de la pluralidad lingüística, sin que nadie trate de forzar por vía autoritaria aquello que, siendo derecho natural de cada uno, debe quedar librado, en vía competitiva, a los espontáneos despliegues de la vida cultural.

Francisco Ayala es escritor y miembro de la Real Academia Española.

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