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FERIA DE SEVILLA

Un mal 'muermo'

Torero / Manzanares, Manili, Mora

Toros de El Torero, discretamente presentados, flojos, descastados. José Mari Manzanares: pinchazo hondo atravesado bajo y descabello (protestas); pinchazo hondo y descabello (silencio). Manili: dos pinchazos delanteros, estocada y rueda de peones (silencio); estocada corta (silencio). Juan Mora: dos pinchazos bajos, rueda de peones, nuevo pinchazo bajo y descabello (silencio); pinchazo hondo, rueda de peones y descabello (silencio). Plaza de la Maestranza, 10 de abril. Cuarta corrida de feria. Tres cuartos de entrada.JOAQUÍN VIDAL

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De los seis toros, unos estaban medio amuermados, otros amuermados del todo, y la corrida entera resultó ser un mal muermo. Ya en el primer tercio del primer toro se produjeron los primeros síntomas de la muermez generalizada que iba a ser aquello. El picador picaba y era como si picase a un saco. ¿Un saco siente y padece? Un saco, ni siente ni padece, y eso parecía ocurrirle al toro. A

juzgar por sus reacciones, los puyazos le sentaban igual que si le estuvieran echando polvos de talco. El toro paseaba errático su muermo, y unas embestidillas que tuvo por el pitón izquierdo las aprovechó Manzanares para hacerle un toreo relativamente reposado. Por el pitón derecho no le hizo toreo alguno, menos aún reposado, pues macheteaba nervioso y en cuelillas, el hombre.

Y toda la tarde así, con las variantes que corresponden a la personalidad de cada uno de los miembros de la terna. Manzanares fue el menos pródigo en torear, y se lo agradecimos en el alma. Acaecía en la corrida que, cuanto más pundonoroso afán ponían los toreros en torearla, más amuermada resultaba. Manili, especialmente, aportó lo mejor de su voluntad y de sus energías en sacar pases a los muermos toros (que no tenían pase alguno) y daban ganas de gritarle que le llamaban por teléfono. Juan Mora también puso energías y voluntad en su primera faena, con la importante diferencia de que iba de artista y estaba empeñado en que se le notara.

Juan Mora irrumpió en la arena vestido de artista, para que no hubiera equívocos. Hay en el toreo moderno un uniforme de artista, cuyo distintivo es el negro. Unas veces se trata de seda de color recamada de azabaches; otras, de seda negra bordada de oros o platas. Luego, naturalmente, está el gusto del sastre y de quien le paga. El vestido que lució Juan Mora pertenecía al segundo grupo -ligeras bandas de oro sobre llamativa seda negra-, y nada más verlo la gente, tomó conciencia de que allí dentro habitaba un artista. No todo el mundo tomó esa conciencia, por supuesto, pues siempre hay quien no se entera, y alguien de por las gradas le confundió con un paso de Semana Santa.

El simple vestido de torear no hace al torero, como el hábito no hace al monje, y Juan Mora hubo de ratificar su condición de artista con otras manifestaciones, que consistieron en poner las posturas pertinentes. Una mano apoyada en esta cadera de acá, un cimbreo por parte de la cadera de allá, barbilla al pecho, esas cosas. Y daba la imagen perfecta de artista consumado, es cierto, pero como los toros estaban amuermados y no embestían, el torero se quedaba sólo con sus posturas, en situación asaz desairada.

El cuarto toro, colorao de capa, almendrado de hechuras, cornalón vuelto astifino por la parte de agredir, pareció bravo en varas y para la muleta sacó unas cuantas embestidas boyantes que permitían ejecutarle el toreo bueno. Manzanares las aprovechó, embarcándolas con exquisita finura, y si aquello hubiera sido el cine, con un director que dijera "¡Corten!", estaríamos hablando ahora de la antología de la tauromaquia. Mas no era el cine, ni nadie gritó corten, y secuencia adelante pudo apreciarse cómo Manzanares, tras embarcar, llegado el momento de rematar, apretaba a correr en busca de nuevos terrenos donde iniciar el siguiente pase. Así hizo un ratito nada más, pues en cuanto el toro empezó a ponerse muermo, le pegó un pinchazo, que acabó con su muermez y, con su vida.

Entre los muermos, hubo uno peligroso que desarrollaba sentido, y ese fue el segundo; hubo otro inválido, y ese fue el tercero; hubo otro revoltoso, que pegó una arrancada de latiguillo y provocó que el picador se pegara un batacazo descomunal, lo cual celebró ruidosamente el público, no por mala idea -¡eso, jamás!- sino porque sacó a la corrida de su muerma monotonía, y además sirvió para despertar a dos docenas de aficionados, que se habían quedado traspuestos. No sucede la embestida de latiguillo, y pasan la noche roncando bajo las ménsulas de la Maestranza.

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