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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Torturas modernas

LA CONDENA impuesta a dos policías declarados por el tribunal responsables de torturar a un detenido en la comisaría de Parla (Madrid) pone una vez más de manifiesto la regulación de un delito con el que el Estado democrático trata de defender la dignidad de sus ciudadanos contra una lacra que hunde sus raíces en el medieval tormento -instrumento legal de aquella justicia, pero que no acaba de erradicarse en las sociedades civilizadas. Los dos policías que durante el interrogatorio de un detenido le propinaron "puñetazos en distintas partes del cuerpo; entre otras, estómago y espalda", y le amenazaron con la modalidad de tortura conocida como la mesa, según declara probado la sentencia, han sido condenados cada uno a un año de suspensión.A las dificultades probatorias señaladas en este caso por el tribunal respecto a un delito que ya por naturaleza se comete en secreto hay que añadir su deficiente tipificación legal y su escasa penalización. Excepto cuando se produce la muerte del torturado, las lesiones son inequívocas o las secuelas perdurables, este delito suele saldarse con algunos años de suspensión y acaso con unos meses de cárcel.

La liviana penalización de la tortura incumple el artículo 4 de la Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura de 10 de diciembre de 1984, ratificada por España en noviembre de 1987. La realidad ha demostrado que no es suficiente la reforma introducida en el Código Penal en 1989, demasiado vinculada al resultado producido más que a los "dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales", a los que se refiere la Convención citada.

La elaboración de un nuevo Código Penal es, sin duda, la ocasión para adaptar la tipificación de este delito a su gravedad real. en una sociedad democrática. Al mismo tiempo deberá eliminarse la confusión introducida en la reforma de 1989, que empleó el término tortura para las lesiones producidas por un particular, cuando el único autor del delito de tortura, como deja meridianamente clara la Convención de la ONU, es el funcionario público o quien ejerza funciones públicas.

Junto a la modernización del precepto, sería conveniente un rearme social e institucional frente a la tortura. Los médicos de las comisarías, cárceles y centros sanitarios de urgencia tienen una gran responsabilidad en la erradicación de este delito. Por su parte, los fiscales, cuyo estatuto prevé que cuando se encuentran de guardia visiten a los detenidos en las comisarías, deberían convertir esta obligación en práctica habitual y conocer que, de no hacerlo así, se les exigirán responsabilidades. También la Administración debería mostrarse más diligente en la depuración de este tipo de conductas, que son la negación misma de las funciones que los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado tienen encomendadas en el seno de la sociedad.

Porque, aunque es cierto que ha mejorado notablemente el trato dispensado a los detenidos, también lo es que los viejos y rudos procedimientos de tortura han dado paso a otros más científicos o adaptados a las nuevas formas de delincuencia. Así ocurre con un tipo de tortura psicológica muy difícil de demostrar: la que puede infligirse a los detenidos heroinómanos simplemente al retrasar el aviso a un abogado y dejarles durante unas horas con el mono. Poner remedio a su mal cuando el síndrome de abstinencia les derrumba puede tener un precio: que el detenido declare. Torturas limpias como ésta muestran que la lacra se moderniza mucho más que los procedimientos para erradicarla.

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