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Las paradojas del laicismo

Convencidos de que tras la incultura y la estupidez se esconde siempre la mentira, los laicos de todos los tiempos han venido combatiendo ininterrumpidamente bajo el lema de la Ilustración, que Kant condensó en la fórmula sapere aude! (atrévete a pensar). Esta filiación filosófica, demasiado ligada a la ideología de las Luces y a sus proyectos de reforma laica de la humanidad, ha sufrido, pese al carácter abstracto y universalista de su fórmula nutricia, un inevitable proceso de transformación que ha conducido en Europa desde la conquista de la libertad individual de conciencia ganada tras las guerras de religión de los siglos XVI y XVII hasta el despertar de la conciencia social coetánea y subsiguiente a los efectos desequilibradores de la revolución industrial en el siglo XIX, de la que Marx sigue siendo referencia inexcusable. El último episodio de esta transformación llega cargado de ambigüedades y paradojas para la idea laica.Por diferentes motivos, a veces contrapuestos, son muchos los que se apresuran a enterrar el laicismo en el panteón (honorífico o no) de las antiguallas. Quienes propenden a reducir sus contenidos ideológicos al binomio clericalismo / laicismo, recordando la exclamación de L. Gambetta en 1881 ("Le cleri calisme, voilá l'enemi!"), entienden que, una vez consagra da la separación de poderes en tre la Iglesia y el Estado en las Cartas constitucionales de los países europeos, ha dejado de tener sentido histórico una doctrina anticatólica cuyo único alimento parece haber sido un odio visceral al clero como poder organizado. La célebre encíclica Syllabus de Pío IX, en 1864, en la que anatematizaba el racionalismo, el naturalismo, las sociedades secretas, las sociedades bíblicas protestantes, la libertad de culto, el rechazo del poder temporal del papa, etcétera, parecería hoy tan anacrónica e irrepetible como la actitud teocrática y fanática de un Pío VI condenando en 1790 la Constitución francesa y la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano. Tamaños despropósitos justificaban en su día la fundación de ligas laicas, pero hoy son ya agua pasada que no mueve molino, reza la posmodernidad. No sólo los Estados europeos del siglo XX han consolidado definitivamente la supremacía del poder civil(izado) contra los intentos clericales de imponer su dominio ideológico y temporal sobre el espíritu y el comportamiento de los individuos. La Iglesia católica, en su misma dimensión social, ha dejado de ser (incluso en la retrasada España) el adversario irreductible que legitimaba hasta ahora la suspicaz intransigencia del laicismo. La debilidad de la práctica religiosa, la permanente degradación de las vocaciones, la crisis de identidad del clero, la contestación interna de las comunidades de base o de la teología de la liberación contra la Iglesia como institución, la claudicación ante los avances de la ciencia y el encastillamiento de la fe en el reducto interior de la subjetividad más delicuescente, son claros síntomas del repliegue de los curialistas. El laicismo militante, así pues, una vez realizada su misión histórica, debe disolverse y desaparecer, pues, como arguye Jean Louis Schlegel en 1986, "cuan do adopta una actitud laicista combatiente, estatalista además, con anticuados relentes de clerofobia, cuando se muestra así teñido de sectarismo, reúne contra él la mayor manifestación de estos últimos años bajo el lema de la libertad".

He aquí la primera paradoja del laicismo al finalizar el se gundo milenio. Es el canto del cisne. Su aparente triunfo se convierte en la antesala de su patíbulo. Sus otrora intolerantes anemigos escudan ahora sus dogmas irracionales bajo el paraguas universal de la tolerancia. Al ser aceptados socialmente los valores fundamentales por los que combatía (la libertad, la igualdad de derechos, la instrucción pública, la tolerancia, etcétera), su significado abstracto adquiere nuevas connotaciones que tergiversan su sentido originario: la libertad se degrada en liberalismo económico, la igualdad se codifica formalmente al tiempo que se entorpece materialmente su realización, la instrucción pública degenera burocráticamente en sistemas de educación general básica, la tolerancia se re convierte en patente de corso para el todo vale. La lucha contra todo dogmatismo, ejercida por el laicismo con el instrumento de la racionalidad crítica, acaba siendo denigrada como un nuevo dogma por esa suerte de pensarniento débil posmoderno que viene proclamando el fin de las ideologías, la derrota del pensamiento, la muerte del marxismo y la crisis de la racionalidad, o ambas cosas.

Ciertamente, la imagen del filósofo ateo y anticlerical no figura ya en el reparto de la nueva escena cultural. El librepensador de cenáculo enfrentado a la turba de reaccionarios bienpensantes se ha filtrado por los poros de la especialilización académica sin dejar rastros visibles. Pero su eclipse social y literario no parece que haya sido sociológicamente infructuoso. Basta re pasar las estadísticas para comprobarlo. Según la nada sospechosa World Christian Encyclopedia, el número de agnósticos y ateos apenas superaba la cifra de tres millones en 1900 (es decir, el 0,21% en términos relativos de la población mundial estimada en esa fecha), mientras en 1970 su cifra global ascendía a 708 millones, que en términos relativos suponía el 19,8% de la población mundial. No parece que las políticas neomalthusianas de control de la natalidad ni la crisis energética hayan tenido una incidencia negativa en este espectacular avance. Hace apenas cuatro años, el colectivo de agnósticos y ateos superaba con creces la cifra de los 1.000 millones, desbordando el tope psicológico del 20% en casi dos puntos.

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Y sin embargo, ese crecimiento exponencial, que coloca los índices de variación del ateísmo y del agnosticismo en muchos miles de puntos por encima del incremento vegetativo experimentado por cualquiera de los credos y confesiones tradicionales e incluso de las nuevas religiones y sectas, se interpreta por parte de muchos laicos como un relativo fracaso. Se dibuja en este contexto una segunda paradoja, que puede formularse en términos de cantidad y cualidad. Las ingentes ganancias cuantificadas por las posiciones laicas ilustradas no sólo parecen insuficientes (la ilustración insuficiente), sino que se ven ensombrecidas por pérdidas cualitativas de índole ideológica. La paradoja tiene múltiples lecturas, entre las que no faltan algunas perfectamente lógicas: a mayor extensión, menor intensidad y radicalidad, e incluso menor comprensión, en el doble sentido, hermenéutico y formal, del término.

Pero no puede ocultarse que el desfondamiento cualitativo obedece al fracaso de una de las premisas ideológicas del laicismo, al desahucio de la idea burguesa de progreso, una idea metafísica, confusa e inconsistente, desde la que se pretendía la liquidación definitva de los fe-

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Alberto Hidalgo es profesor titular de Filosofía de la universidad de Oviedo.

Las paradojas del laicismo

Viene de la página anteriornómenos religiosos como una consecuencia natural de los avances del pensamiento científico. "Los hechos", reconoce Michel Morineau en Laïcité en débat, "no han demostrado que la modernidad haya de conjugarse con la irreligiosidad ilustrada. La institución religiosa se ha hecho porosa". Esa porosidad de la que han hecho gala siempre las confesiones protestantes europeas y que ha venido afectando también al catolicismo y al judaísmo no es, sin embargo, el síntoma más preocupante para la mayoría de los laicos, que han confiado siempre en el poder del diálogo y en la crítica racional como instrumento de regeneración moral de la humanidad.

El laicismo, conviene recordarlo, no es una posición originaria consustancial con el espíritu humano, ni un a priori; fechado históricamente (el término laicismo se acuña hacia 1842 en castellano, aunque el concepto sea anterior), se da siempre como resultado de una confrontación dialéctica contra formas de opresión y control institucional procedente de los poderes fácticos generadores de la falsa conciencia. Jamás ha sido una suerte de religión de los no-creyentes, no ya porque en sus filas hayan militado de facto creyentes de distinta índole y condición, sino porque de iure, sus objetivos mundanos de corte humanista se restringen al plano de las organizaciones sociales, donde tratan de ampliar el espacio de la racionalidad contra las trascendencias, los dogmas, la autoridad de los ignorantes y los intolerantes, el carisma de los magos y profetas, como condiciones imprescindibles para el logro de la justicia y la libertad de los individuos ciudadanos. Como no es portador de un sistema económico, ni político, ni social, hecho reconocido explícitamente por las organizaciones laicas más activas, se autoconcibe como una referencia que atraviesa distintas corrientes de pensamiento y que se resiste con todas sus fuerzas a estabilizarse como tradición. Ese componente pluralista es, sin duda, la clave de su debilidad, pero también de su fortaleza. De ahí que el laicismo no se conturbe por la crítica constatación del carácter metafísico e irrealista de la idea ilustrada de progreso.

Lo que sí preocupa a los laicos, más allá de las constataciones estadísticas tan favorables a lo largo del siglo XX, es el desarme ideológico de las llamadas hasta ahora "fuerzas del progreso", y alternativamente, los alarmantes e inequívocos signos de rearme (no sólo ideológico) de la reacción, propiciados por las desilusiones del desarrollismo y la agudización del conflicto entre el Tercer Mundo, cuyo subdesarrollo económico y cultural crece exponencialmente, y el primer mundo, cada vez más opulento y desigual. Porque es la nueva situación geoestratégica la que parece venir a limitar empíricamente, tanto interna como externamente, el progreso axiológico de la especie humana. En la compleja situación actual, la marea de las tinieblas contra la ideología de las Luces crece no sólo del lado del fundamentalismo islámico como religión de un proletariado tercermundista cuya revolución dirigen clérigos fanatizados, sino también del lado del integrismo protestante norteamericano, cuya Moral Majority proclaman el reverendo Falwell y demás predicadores televisivos, así como del lado de la cruzada católica encabezada por el papa Wojtila, quien aprovechando el mencionado desfondamiento de la idea de progreso y el aparente hundimiento del comunismo, resucita el mito del eterno retorno, propugnando una vuelta a la cristiandad medieval, con los demonios y ángeles custodios del cardenal Ratzinger incluidos, como nueva norma ideológico-moral de la casa común europea. Se cierran así los poros de las instituciones eclesiástico-religiosas a la penetración de la crítica racionalista laica.

No faltan reacciones laicistas de índole teórica y práctica frente a esta compleja situación, comenzando por un replanteamiento autocrítico de su propia implantación política, subsidiaria en muchas ocasiones de los modernos Estados laicos. En este sentido, la Liga laica francesa en su resolución final del Congreso de Toulouse (julio de 1989) propone a nivel mundial "reabsorber las desigualdades que socavan la libertad y la democracia" como "el reto mayor del fin de este siglo". Consciente de la "mutación cultural, social, científica, técnica, económica que afecta a la totalidad de la humanidad, la Liga porpone un nuevo pacto laico que reúna a todos aquellos que tienen voluntad de dar a esta mutación el sentido y los medios de una revolución de la inteligencia... La igualdad implica derechos nuevos para los más desfavorecidos, nuevas condiciones socioeconómicas, un acceso fácil al saber". Cada vez más comprometido con la realización de la idea de igualdad, el nuevo laicismo europeo exclama, con M. Morineau: "El neoliberalismo, ¡he ahí el nuevo clericalismo!". En la misma línea argumental, el humanismo secular, movimiento laicista internacional con sede en Buffalo (Nueva York), con una afiliación superior a los, 10.000 miembros activos, acaba de realizar un llamamiento en favor de una ética global, inspirada por la idea de interdependencia planetaria, según la cual "las naciones más ricas tienen la obligación moral de incrementar la ayuda tecnológica y económica de tal forma que sus vecinos subdesarrollados puedan llegar a ser más autosuficientes".

Justamente en este contexto geoestratégico se perfilan las mayores paradojas del laicismo contemporáneo. La idea laica no es exenta, autónoma e independiente; está incrustada de muy diferentes modos en tejidos sociales y culturales muy heterogéneos. Los movimientos laicos, en consecuencia, carecen de infraestructuras organizativas autónomas y de los medios necesarios para llevar a buen término proclamas éticas universalistas. Como su desarrollo ha sido tremendamente desigual, incluso en las naciones-Estado homologables bajo la rúbrica de democracias formales (contrasta en particular la sensibilidad individualista norteamericana frente a la sensibilidad socialista europea, por no hablar del semifeudalismo industrial japonés), es impensable su articulación como un movimiento internacional mínimamente unitario. Juega en su contra, además, la actual cultura, llamada "de la imagen", basada en la manipulación de las masas que propicia un nuevo tipo de incultura popular que ha logrado suplantar el pensamiento crítico por el lema publicitario. Por si fuera poco, las movilizaciones populares más resonantes, aunque también más divergentes, parecen teñidas de un cierto halo de religiosidad: el integrismo musulmán, el fundamentalismo protestante, vinculado al spiritual revival norteamericano, y la propia teología de la liberación iberoamericana con su peculiar mezcla de marxismo sociopolítico y milenarismo escatológico.

Proclamar en este contexto la separación tajante entre religión y política puede parecer una exquisitez intelectual neutralista rayana en el idealismo. Defender realmente los derechos humanos, la libertad y dignidad de todos los individuos, la tolerancia de otros puntos de vista, el compromiso de la justicia social, la solución negociada de los conflictos, la necesidad de adoptar una perspectiva universalista capaz de trascender barreras nacionales, étnicas, religiosas, sexuales y sociales, se ha convertido en una tarea peligrosa que muy pocos laicos estarían dispuestos a asumir por encima de sus lealtades nacionales, las tradiciones étnicas e históricas que configuran su identidad, los intereses económicos de sus grupos o clases sociales e incluso las convicciones políticas y morales que suscriban como ciudadanos. Y sin embargo, el espíritu del laicismo sigue estando del lado del asiduo invitado de la Bastilla, el impío Voltaire, cundo iniciaba sus réplicas diciendo: "Estoy en completo desacuerdo con lo que usted dice, pero daría mi vida por defender su derecho a decirlo".'

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