El debate / y 2
EN ALGÚN momento no precisado, pero claramente perceptible en el debate de estos días en el Parlamento, la política española ha dejado de ser heroica. Si personas que se dedican profesionalmente a ella combaten el tedio que les producen los discursos leyendo libros o partituras musicales es que las emociones fuertes son improbables. Por irritante que ello resulte para algunos, no es seguro que haya que lamentarlo, pues lo que ese aburrimiento viene a reflejar es el hecho de que cualquier divergencia imaginable se plantea hoy en el marco definido por unas reglas del juego no cuestionadas, unos valores comunes e incluso, en lo fundamental, unas pautas programáticas también compartidas. Por ello, y salvo excepciones, las ofertas que a través de sus intervenciones plantearon los principales partidos de la oposición en el curso del debate lo fueron antes en el terreno de la gestión que en el de las alternativas generales o en el de la ideología. El mensaje no fue nosotros haríamos otra cosa, sino más bien nosotros lo haríamos mejor.
Los socialistas se han beneficiado durante una década de la excepcional ventaja de que la autodestrucción de UCD les dejó libre el centro político en unos momentos en que la derecha aparecía demasiado ligada al reciente pasado franquista y la izquierda comunista vivía, en el ámbito internacional, una crisis casi terminal. Ambas opciones eran percibidas por un sector mayoritario del electorado como excéntricas, incluso extremistas. Tal vez el debate de estos días anuncie el fin de esa fase. Aznar ha dado a su partido una imagen de renovación generacional, y su voluntad de forjar un partido "centrado, moderado e independiente" se ha traducido en una actitud que combina la crítica a la gestión socialista con la ausencia de la agresividad que asustaba a parte del electorado.
Si, pasada la euforia del cambio, el PSOE mantuvo el poder fue precisamente porque convenció al electorado moderado de que un Gobierno socialista no implicaba riesgo alguno. Ahora es Aznar quien se empeña en convencer de que nada decisivo o inquietante va a pasar si ellos ganan. Pero tal como están las cosas parece poco probable que cualquier partido pueda alcanzar la mayoría absoluta. Ello remite a la necesidad de una política de alianzas, lo que explica la disputa por el favor de los nacionalistas catalanes y vascos que se ha iniciado, y de la que hubo algunas pistas en el discurso de González. Aznar ha dicho, por otra parte, que para acceder al Gobierno hay que ganar primero los ayuntamientos, como hizo el PSOE en 1979. Ello también favorece la canalización del debate hacia el terreno de la gestión concreta.
Es cierto que Izquierda Unida, y especialmente Anguita, sigue creyendo en la magia de las grandes alternativas, pero no deja de ser significativa su insistencia en plantear sus propuestas como desarrollo de la Constitución -es decir, en el marco de lo que se considera compartido- o su renuncia en esta ocasión al tono dramático empleado otras veces. Y su actitud ante las propuestas del Gobierno no fue de rechazo, sino más bien de condicionar el acuerdo a determinados planteamientos.
Frente a esos movimientos, que en su conjunto revelan un creciente centramiento de la política española, el PSOE se presentó con unas propuestas de consenso tan genéricas que impidieron avanzar en los debates pendientes y estimularon el confusionismo de las propuestas de resolución votadas ayer en tropel. Que el PP se dejase ganar por el viejo testimonialismo y presentase casi 200 -lo que imposibilitaba su discusión- revela la falta de entrenamiento de ese partido en la nueva orientación. Pero el hecho de que no fuera posible un acuerdo previo, pese a que muchas de ellas iban en el sentido de la oferta de consenso del Gobierno, indica que éste erró en el planteamiento. La ausencia del presidente en el debate de ayer vino a ser un reconocimiento tácito de ello. El ejemplo de la LOGSE demuestra que acuerdos amplios son posibles siempre que el Gobierno sea capaz de adelantar tanto sus alternativas como su disposición a reconsiderarlas.
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