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Carreta y bueyes

Enrique Gil Calvo

La guerra de Irak ha modificado la naturaleza de las relaciones entre Occidente y los países árabes. Las cosas ya nunca volverán a ser como antes. En realidad, si la crisis estalló fue como consecuencia del fin del equilibrio entre los dos bloques. El mundo árabe presentaba tres tipos de regímenes: autoritarismos prooccidentales, autoritarismos prosoviéticos y autoritarismos no alineados. Tras la caída del bloque soviético, esta lógica estructuradora perdió todo su sentido. En consecuencia, se impone su reestructuración. La guerra ha supuesto el comienzo de esta reestructuración, y ahora deberá iniciarse su continuación, pero ya no por medios bélicos. Es la cuestión de cómo ganar la posguerra del Golfo; y de que la ganemos todos, tanto árabes como occidentales.Parece ser que las primeras medidas serán exclusivamente económicas. La Europa de los Doce, cuando menos, se propone abordar una especie de Plan Marshall de reconstrucción, o de ayuda directa al conjunto de los países árabes. Ahora bien, limitarse a esto tiene dos peligros evidentes. Primero, el de ser muy fácilmente interpretable como soborno culpable, destinado a lavar la mala conciencia de los agresores. Y sin duda así lo interpretará el integrismo islámico más antioccidental, que rechazará las limosnas neocoloniales. Por tanto, a este respecto conviene ser muy cuidadosos y dejar muy claro que la ayuda económica no se plantea como una indemnización por los daños del pasado, sino como estímulo para la reconstrucción de un espacio futuro enteramente nuevo.

El segundo peligro parece más dificil de evitar, dados los prejuicios existentes al respecto. Es el de la caída en el economicismo, que reduce a una cuestión de pobreza / riqueza tanto las causas de un problema como sus posibles soluciones. Este sesgo economicista está presente ante todo en los teóricos, pues marxistas y neoclásicos reducen el comportamiento político y cultural a mero efecto renta. Pero además está también presente en la propia opinión pública, tanto occidental como árabe, que reduce la cuestíón a un enfrentamiento Norte-Sur. Con lo cual se cierra el círculo vicioso del problema. Para el integrismo islámico (y para los pacifistas occidentales), el causante de la crisis es el desarrollo capitalista de Occidente. Pero, según la percepción economicista, la única salida posible pasa por el desarrollo económico de los países árabes, que depende precisamente del capitalismo occidental. Y así se da la paradoja de que el mismo culpable del mal es también el único remedio.

Supongamos, en efecto.., que el desarrollo económico fuese la solución. ¿Bastaría entonces con inundar de marcos, yenes o dólares a los países árabes para que por arte de magia se produjese su automático enriquecimiento duradero? En absoluto. Las subvenciones directas dificilmente inducen el desarrollo, pues, como dice el aforismo, sólo se puede ayudar a quien es capaz de ayudarse a sí mismo. El desarrollo económico, una de dos, o surge endógenamente por propia iniciativa interna (que de darse puede ser eficazmente asistida con financiación externa), o no surge de ningún modo por mucho que se le subvencione desde el exterior. Aquí tenemos otra muestra de la falacia del integrismo xenófobo, que atribuye a males exógenos (el imperialismo capitalista y neocolonial, por ejemplo) lo que no es sino un fracaso de las propias estructuras internas, por su incapacidad para salir de la trampa del subdesarrollo.

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¿Cuáles son los obstáculos que impiden el surgimiento endógeno del desarrollo autónomo? Dos son los factores que suelen aducirse como los más citados: el freno cultural de alguna forma de tradicionalismo antímoderno y la inexistencia del tejido organizativo de una sociedad civil. La primera es la versión weberiana de la teoría del desarrollo: sólo una religión, una cultura o un pensamiento modernizadores (como el calvinismo, por ejemplo) son capaces de iniciar la reestructuración hacia una senda de crecimiento autosostenido. Esto explicaría tanto el éxito de los países de la cuenca occidental del Pacífico, liderados por Japón, como el fracaso de los países árabes en aprovechar para el desarrollo sus ingentes rentas procedentes del petróleo. ¿Es el Islam, como antaño el catolicismo contrarrefórmista, incompatible con el desarrollo modernizador?

Esta versión culturalista pudiera parecer antieconomicista. Pero no es así. En efecto, es la versión de quienes consideran que el desarrollo económico de los países musulmanes está impedido y obstaculizado por la violenta reacción que lo opone el fundamentalismo islámico. Pero en seguida lo justifican mediante el recurso al economicismo. Primero dicen: el fundamentalismo no es sino una reacción provocada por el empobrecimiento relativo (efecto renta invertido). Y segundo, concluyen: el fundamentalismo sólo se reducirá mediante el desarrollo económico. Con lo cual el círculo vicioso se cierra de nuevo: cuanto menos desarrollo, más fundamentalismo; y cuanto más fundamentalismo, menos desarrollo.

Sin embargo, frente a esta versión, se puede considerar (a la luz de los teóricos de la movilización de recursos, con Tilly a la cabeza) que el fundamentalismo actual puede que no sea tanto una reacción de la comunidad tradicional amenazada por el desarrollo moderno (efecto renta negativo) como una auténtica muestra de movilizaciones inducidas por el proceso de modernización (efecto renta positivo), al igual que lo fuera la Reforma protestante en su momento. Las denominadas masas musulmanas no estarían compuestas por reaccionarios campesinos empobrecidos, sino por ciudadanos urbanizados que movilizan los recursos organizativos del nuevo tejido social que emerge como consecuencia del cambio modemizador.

Con ello accedemos al principal obstáculo que se opone a que los países árabes puedan aprovechar mejor sus oportunidades de desarrollo reestructurador: la insuficiencia del tejido organizativo de su Sociedad Civil. La carencia de revolución industrial y de revolución burguesa o democrática hace que su tejido social sea todavía mayorítariamente premoderno: clientelista, atomizado, patriarcal, etcétera. ¿Cómo mo.dernizarlo, logrando que emerja una potente Sociedad Civil, capaz de liderar con su propia iniciativa espontánea un desarrollo autosostenido? ¿Se logra esto con subvenciones financieras procedentes del exterior? Es este economicismo estrecho el que debe ser superado. Y la solución puede estar en el politícismo.- para que la carreta acuda al mercado moderno hay que hacerla tirar por bueyes democráticos. Lo que hay que fomentar no es tanto el desarrollo económico directo como el previo desarrollo político. Ante todo la Democracia plena. Y sólo después el Mercado, como su natural efecto indirecto. Es ésta la conocida tesis de Tocqueville sobre el determínismo político de la modernización, cuando afirmaba que "la democracia no proporciona el más capaz de los gobiernos, sino aquello que ni siquiera el más habilidoso Gobierno consigue hacer: despliega por todo el cuerpo social una actividad incansable y una energía inusitada que, por poco favorecidas que estén, pueden producir maravillas; éstas son sus verdaderas ventajas" .

Lo cual supone invertir la metodología habitual en el Departamento de Estado de EE UU, que por miedo a la influencia del bloque soviético posponía el desarrollo político supeditándolo al desarrollo económico, al apoyar autoritarismos prooccidentales con evidentes fracasos. Pues bien, ha llegado el momento de poner los bueyes delante de la carreta. Lo pnionitario es el desarrollo democrático, aunque las condiciones económicas no estén " maduras para la democracia". En un primer momento esto traerá indudables victorias electorales del fundamentalismo islámico. Pero es la única posibilidad de que surja a medio plazo la Sociedad Civil, necesaria para que se produzca el desarrollo autosostenido. Conseguido el poder, todo fundamentalismo se reviste de realismo político. Y no cabe descartar que el hoy tan oscurantista integrismo termine por desempeñar un papel de liderazgo modernizador. ¿No fue eso, según Weber, lo que hizo el fundamentalísmo protestante, liderando el desarrollo del capitalismo?

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense.

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