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La nieve de octubre

Julio Llamazares

La nieve de octubre -dicen por mi tierra- siete lunas cubre. Quiere decirse que, cuando nieva en ese mes, lo hace siempre otras seis veces coincidiendo con la luna (nueva, llena, menguante o creciente) en la que nevó en octubre. Verdad o no, lo cierto es que, de momento al menos este año el refrán se está cumpliendo (a las alturas y en las zonas en que acostumbra a nevar por estas latitudes) de manera implacable e indiscutible: nevó en noviembre, nevó en diciembre, nevó en enero, nevó en febrero y ha vuelto a nevar en marzo con la primavera a la vuelta de la esquina.La nieve de octubre es, por eso mismo, la que más temen los campesinos. La temen porque, aunque asegura agua y pastos suficientes para el siguiente verano -y una buena, por tanto, campaña agrícola-, a veces les sorprende todavía en la anterior recogiendo la fruta y los productos del otoño más tardíos, y también, y sobre todo, porque saben por experiencia que la nieve de octubre trae siempre inviernos muy duros. En las nevadas de octubre que yo recuerdo de niño era cuando morían los pastores sorprendidos en el monte y los mendigos en los caminos y, por eso, cuando nevaba en ese mes, la gente encendía velas en las casas y rezaba por las noches alrededor de la lumbre rogando por aquellos que anduvieran errantes y sin casa por el mundo.

Alejados del campo y despojados por ello de esa sabiduría, los que vivimos en las ciudades no tenemos tiempo ya (ni, a veces, tan siquiera perspectiva) para pararnos a ver la luna ni para comprobar en el calendario que los refranes siguen cumpliéndose con su tozudez de siglos. Los noticiarlos meteorológicos, que de un tiempo a esta parte, sin saberse bien por qué, se han convertido en espacios puramente femeninos (como si las mujeres guardaran la llave de unos conocimientos que los hombres ya perdimos), insisten generalmente en su carácter científico, pero olvidan casi siempre el amplio saber casuístico que los refranes resumen.

Lo que no impide que este año, por ejemplo, el de la nieve de octubre se esté cumpliendo hasta el punto de que sólo en la plaza de Madrid a la que acudo a pasear a mi perra un par de veces al día se hayan contabilizado ya tres bajas (tantas como en Tel Aviv tras tres semanas de guerra, y sin misiles) entre los vagabundos que en ella viven: José Luis y El Carnicero, que murieron en sus bancos de soledad y de frío, y Bernardo, mi buen amigo Bernardo, que es vagabundo por culpa de las mujeres (le gustan tanto -dice- que su dedicación exclusiva a ellas le impide tener un horario fijo) y que, desde hace dos meses, reposa en un hospital con los pies vendados (y con unos cuantos dedos amputados) tras abrasárselos una noche en que el frío debía de ser tan intenso que, ni corto ni perezoso, los metió con las botas puestas a calentar en la lumbre.

Antes de ello, sin embargo Bernardo ya me había dicho que este año el Invierno se presentaba muy duro. Acostumbrado a otear el cielo y obligado como está desde hace años a soportar en su banco las inclemencias del tiempo y las heladas nocturnas, Bernardo, como todos los vagabundos, conoce bien los refranes y las señales que anuncian el inmediato futuro. Él fue quien me recordó, por ejemplo -después de tanto tiempo sin oírlo-, el de la nieve de octubre y el que me pronosticó en noviembre algo que en aquel momento era aún muy dudoso todavía: que la guerra del Golfo estallaría sin duda porque, aparte de estar originada por el control del petróleo -el principal combustible-, cuya importancia se percibe mucho más cuando el invierno es más crudo, todos, los grandes conflictos, al menos los de este siglo, se han dilucidado siempre en inviernos lastrados por la nieve de octubre. Lúcido análisis éste, sin duda, sobre todo viniendo de alguien que, como el pobre Bernardo, nunca ha dispuesto para sí mismo de otro techo que el del cielo de Madrid ni de otro combustible que las maderas y los cartones que rebusca en los containers de las obras y en los cubos de la basura.

La predicción de Bernardo me hizo recordar entonces a otro vagabundo que conocí de niño. Se llamaba Melino y acostumbraba a recorrer los pueblos del noreste de León, pidiendo de puerta en puerta y durmiendo en los pajares o, si no hacía mucho frío, en los portales de las iglesias o en las cunetas de los caminos. Llevaba puesto siempre un mono azul (de los que se utilizaban en las minas), tenía horror al color verde (cuando le preguntaban por qué, decía simplemente que el verde no era su sitio) y le temblaban las manos y la cabeza como consecuencia de una enfermedad congénita que la gente aseguraba era el baile de san Vito. La leyenda decía, no obstante, que Melino era de buena familia y que, si andaba pidiendo, era porque quería. Verdad o no, lo cierto es que Melino, que siempre estaba leyendo (novelas del Oeste sobre todo, y a veces el catecismo), era relativamente culto y que, aunque le teníamos miedo, lo que más le gustaba era hablar con los niños. Yo me hice amigo de él y de su boca aprendí muchas de esas cosas raras que sólo saben los vagabundos. Por ejemplo: que nunca puedes decir que no volverás a un sitio y que la mejor novela está escrita en los caminos. Y también -un día que nevaba y que lo encontré arrebujado alrededor de una lumbre- que la nieve de octubre es mal augurio, no sólo porque anuncia inviernos duros, sino también, y sobre todo, porque en inviernos así es cuando estallan las guerras y se producen los crímenes más terribles. En opinión de Melino, porque, contra lo que suponemos, y pese a que tecnológicamente al menos hayamos avanzado mucho, en el fondo los hombres no hemos cambiado tanto desde que aparecimos caminando a cuatro patas en la Tierra y, al final, seguimos matándonos, cuando escasean, por las dos únicas cosas que de verdad nos mueven desde que estamos en el mundo. A saber: el combustible para el fuego y la comida.

No debía de andar descaminado el bueno de Melino, pues, entre otras cuestiones, él mismo moriría años más tarde, según me contaron luego, en medio de una nevada una mañana de octubre. Como tampoco debía de estarlo Bernardo, para quien la guerra del Golfo era inevitable (tan inevitable quizá como sus quemaduras) simplemente porque nevó en octubre y la nieve de octubre, ya se sabe, es mal augurio. Como decía Melino, el hombre ha avanzado mucho (sobre todo en su poder armamentista), pero las maldiciones siguen pesándole y, aunque se niegue a admitirlo -y lo disfrace por ello de mil motivos distintos-, al final sigue matándose por los mismos intereses que hace siglos. Lo que no sabe -porque no escucha a los vagabundos- es que a la larga, en toda guerra (las de la muerte y las de la vida), acaban triunfando siempre las ideas de los vencidos.

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