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Envidiar la suerte de los caballos

Parece regir una ley física de alcance universal mediante la cual toda guerra da a luz, curiosamente, vigorosos movimientos literarios y artísticos. En lo que va de siglo, y fue demostrada convincentemente en dos grandes ocasiones y, como no hay dos sin tres, nada impediría ahora anhelar un porvenir más prometedor para la creación y el pensamiento. El estruendo de los bombardeos ha despertado dolorosamente las conciencias intelectuales, arrulladas en el sopor de la sociedad autocomplaciente, en la cual el intelectual y/o artista aceptó una vez más, el papel de bufón en unos casos y el de ventrílocuo de escaparate en otros. Pudiera entonces ocurrir que lo light, que tantos estragos provocó, hiciera crack, que el pensamiento débil feneciera, arrollado por una nueva necesidad de gritó y de reproche. ¿Volverá la náusea? Bienvenida sea si nos trae la energía de otro Celline, de otro Kafka, de otro Beckett...Sí, para no desairar la sentencia de que no hay mal que por bien no venga, a toda gran conflagración correspondió una gran literatura y un enorme arte. El mismo término de vanguardia está tomado de esas trincheras en las que el cráneo de Guillaume Apollinaire, antes de la trepanación, recibía a los obuses leyendo la prensa, indiferente a la refriega, aunque maquinando sardónicos deseos de que los alemanes de enfrente ganaran, porque ello supondría el triunfo universal del cubismo. Así lo manifestó con valentía suicida el poeta francés metamorfoseado a la fuerza en guerrero; y, al fin y al cabo, el cubismo ¿qué es sino la representación lógica del paisaje destruido?

La ausencia de causa noble, el imposible patriotismo de la I Guerra Mundial, se parecía mucho a este fregado oleaginoso en el que recientemente se nos ha engolfado, y el deseo manifestado por Apollinaire no era sino una boutade dirigida a herir la sensibilidad de los patriotas de guardia. Como la indiferencia supuesta de James Joyce cuando le preguntaron de qué manera se las había arreglado para escribir el Ulises con una guerra de por medio. "Ah, sí, he oído que ha habido una guerra por ahí", cuentan que respondió el extravagante irlandés. Para irritar a los patriotas, sin duda, fingió esta insolidaria respuesta quien acababa de levantar la catedral literaria del siglo XX con unos vitrales que son como la apoteosis -aleluya incluida- del fragmento. Porque, después de todo, la literatura y el arte de esa época ¿qué otra cosa podían hacer más que testimoniar de la putrefacción y el hedor de esos canales que llevan sin remedio al fondo de la noche? Y lo hicieron con el estilo y la forma de la fragmentación, diseño idóneo para expresar la pulverización de unos valores considerados eternos y en momentos en que el hombre se vio abandonado, incluso, por su propia sombra.

Sí, el Ulises es un fruto típico de esa estación de entreguerras, por mucho desdén hacia la historia que simulara su creador. Otro paradigma del siglo, Franz Kafka, nos fue presentado por críticos no precisamente inocentes como individualidad incontaminada de las peripecias de su tiempo. Nada más falso. Hasta el exquisito Borges, traductor del escritor checo, reconoce que la opresión y la angustia de la guerra están presentes en La metamorfosis (1915) y en esas 14 pesadillas lacónicas que componen Un médico rural (1919).

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¿Será que las bellas artes y la guerra se necesitan mutuamente, que la gran creación viviera de la destrucción y la belleza de la desgracia ... ? Intentemos, si no, responder a esta pregunta: ¿seríamos capaces de soportar hasta el final la lectura de una novela optimista? Cierto es que el optimismo parece reñido con el genio, y la guerra da buenos motivos para pesimismos de toda laya y condición. Puestos a elegir una obra-síntoma del siglo, nos quedaríamos seguramente con la novela de Ferdinand Celline Viaje al fin de la noche, considerada por el interesante crítico literario León Trotski como "novela del pesimismo, dictada más por el espanto ante la vida y el hastío que ella ocasiona que por la rebelión". Porque, según Trotski, una rebelión activa va unida a la esperanza, y de igual modo que con el infierno del Dante, en el libro de Celline no hay esperanza que valga. El protagonista de ese relato lúcido, que para mayor bochorno se ha alistado voluntario en el Ejército, es enviado a luchar al frente, y, en medio de esa carnicería mecanizada, comienza a envidiar la suerte de los caballos, que revientan como seres humanos pero sin frases altisonantes.

La rebelión activa se acuarteló sobre todo en los ismos. Rebelión convulsa, pues, como Breton decía, la belleza será convulsa o no será; mientras la desolación parece privativa de las excelsas individualidades creativas del siglo, huérfanas de grupo, escuela o movimiento. El dadaísmo nace en plena conflagración, la primera del siglo y la que se suponía iba a ser la última -¡visión de futuro!-, pues se argüía que, con tan mortífero armamento, fruto de las nuevas tecnologías, no quedaría títere con cabeza. Representa el dadaísmo la negatividad en estado puro, una enmienda a la totalidad de los sistemas de representación vigentes en la que todo títere resultaba descabezado.

La subversión a niveles profundos de la conciencia fue sistematizada por el surrealismo, ese hijo que le salió a Dadá en el armisticio; con una segunda versión -existencialismo, literatura y teatro del absurdo-, revisada y corregida, para después de la segunda calamidad. Son tiempos de final de partida, de esperar indefinidamente a Godot, aun a sabiendas de que Godot nunca vendrá. La sucesión y el encabalgamiento de los ismos del periodo de entreguerras y siguiente nos habla de la vitalidad de un arte cuyo sentido crítico hiperagudizado comprometía tanto al hombre histórico como al hombre metafísico.

Historia y metafísica se funden en el ismo más madrugador y belicoso: el futurismo, en lucha altisonante contra los viejos odres académicos y contra "la inmunda ralea de los pacifistas". El segundo manifiesto del vate Marinetti (1911) parece preparar ya el magno enfrentamiento que se avecina, al alabar la guerra como "única higiene para el mundo". Después, Marinetti se hace fotos, orgulloso, en las trincheras; fotos de Marinetti apuntándonos con un fusil.. . Caro pagó su peligroso encantamiento por la violencia y sus coqueteos con el fascismo: Mussolini acabó metiéndole en la Academia, casa común de todos aquellos de los que abominó. De signo diferente, el futurismo ruso abogaba por la retirada de Rusia de la Gran Guerra, arengando a los soldados a la deserción, y cuando Marinetti visitó Moscú fue abucheado por sus correligionarios eslavos. No menos belicosos en sus presupuestos políticos y estéticos que sus homónimos italianos, Malakovski y los suyos fueron los primeros en subirse a la "locomotora de la historia" (metáfora de la revolución), atendiendo a la invitación de Lunatcharsky, el responsable de Cultura. El suicido de Malakovski es síntoma y es símbolo de una revolución que a la muerte de Lenin caminaba hacia un destino roto, como los ulteriores hechos se empecinaron en demostrar.

El futurismo soviético fue vanguardia también en la aspiración utópica de crear el hombre nuevo, y el fracaso de esta construcción vuelve comprensibles todos los demás fracasos -económicos, sociales y políticos- que sobrevinieron.

Ahora, hombres viejos acudieron con armas nuevas a unas maniobras militares en el desierto. Sangrientas y cibernéticas. Fue como un ensayo general con casi todo del apocalipsis finisecular, una siniestra y descomunal horterada de luz y sonido en la que miles de seres humanos reventaron como caballos, espoleados por las frases altisonantes de los líderes. De estos escombros ¿surgirá otra eclosión estética ejemplar ... ? Por el momento, la náusea ya la tenemos.

Ángel García Pintado es periodista.

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