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Tribuna:
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El medio ambiente

Precisamente hace ahora casi 33 años que empecé a interesarme por temas relativos al medio ambiente en un libro (The affluent society, 1958) que tuvo bastante resonancia también aquí, en España. En aquel momento, y en aquel libro, preconizaba que, en nuestra lucha por alcanzar un nivel de vida de consumo cada vez mayor, estábamos sacrificando parte de nuestro bienestar por una negligencia social de mayor magnitud. Los opulentos neoyorquinos tenían unos hogares impecables pero unas calles inmundas; la televisión era excelente en cuanto a la tecnología, estaba soberbiamente financiada, pero las escuelas eran pobres y muy inferiores; existían dudas respecto al placer de conducir automóviles en un ambiente como el de Los Ángeles, donde el aire era francamente irrespirable.En el último tercio de siglo, desde que empecé a concienciarme con tanta profundidad, sin duda alguna, ha ido creciendo la atención respecto a los problemas medioambientales. La amenaza a la atmósfera y, por tanto, los importantes cambios climáticos, consecuencia de las centrales nucleares y de la polución del aire urbano, así como el problema de los residuos industriales y de consumo, han recibido una atención notablemente mayor. En mi país existe una desafortunada tendencia a convertir la investigación en un sustituto de la acción. Y, a la vista de la fuerte presión por parte de la opinión pública, los últimos presidentes, y en especial el señor Bush, han respondido encargando un discurso sobre el tema. No obstante, los problemas medioambientales de nuestro tiempo han ido abriéndose camino, de modo ineludible y permanente, hacia el programa público.

Pero no ha sido así con todos. Hoy me gustaría mencionar y subrayar dos problemas que no lo han logrado.

El primero de ellos contiene un fundamento estético, al menos en el aspecto artístico. La producción y, más concretamente, la venta de productos y la expansión de nuestras ciudades han conseguido que nuestro entorno sea mucho menos bello que hace 33 años, cuando escribí mi libro. En Estados Unidos, sobre todo, pero también en Europa, vivimos una era de espantosa e irregular urbanización. No acabo de entender por qué pensamos que nuestro espacio interno de vida, incluidos nuestros objetos de arte, deben reflejar un buen diseño, un buen gusto y una buena expresión artística, mientras que nuestro espacio externo ha caído en la mayor falta de atención posible. Los comercios y las vallas publicitarias a los costados de las carreteras son especialmente repelentes; uno se pregunta por qué todas las gasolineras de todos los países, sin excepción alguna, tienen que ser una insultante agresión a la vista.

De forma generalizada, en todos los países del mundo hemos permitido que en los últimos 30 años nuestro espacio externo de vida degenere y a menudo se mantenga en la mugre.

En cuanto a la causa y el remedio, que no quepa la menor duda: por muchas virtudes que posea la economía de mercado libre, desde luego no trata de forma positiva el espacio abierto en que vivimos. Para lograr la armonía, el diseño consistente, la belleza, la única alternativa posible es la conciencia social y una sustancial medida de control por parte de la sociedad. Las ciudades que visitamos con placer en. estos tiempos -Venecia, Washington, Canberra, San Francisco, por citar cuatro en concreto- son aquellas que han crecido bajo un estricto control, sobre todo inteligente en el plano artístico. En París, Viena o Madrid, el turista visita el centro de la ciudad donde, en su día, existió cierta medida de planificación señorial y preocupación por la armonía y el diseño, El o la turista jamás visita los modernos extrarradios.

Mi segunda preocupación medioambiental es muy distinta. Ésta es, como consecuencia de la guerra fría, el armamento nuclear que sobrevive de forma tan heterogénea tanto en Estados Unidos como en la Unión Soviética. En el caso de la URSS, dado el desorden interno y quizá la posible amenaza de desintegración, estas armas podrían caer en manos irresponsables. Seamos conscientes del peligro. Preguntémonos si podemos dar algún apoyo a la Unión Soviética para que resista la desintegración que evoca este cambio. Lo que es aún más importante: que tanto el Este como el Oeste hagan un esfuerzo verdaderamente decisivo para reunir todas esas armas y destruirlas.

Hace un año visité el Estado de Dakota del Norte, con ocasión de una ceremonia que conmemoraba un centenario. Fértiles y ordenadas planicies se extienden hacia el horizonte; de éstas se extrae una rica cosecha de grano que alimenta al resto de la población de la república y también del mundo. Bajo esas planicies hay silos de misiles que, en el caso de que Dakota del Norte fuera una nación independiente, harían de ella la tercera potencia nuclear de todo el mundo. Estas armas son la amenaza definitiva al medio ambiente. Aunque en su día fuera remotamente plausible, en la actualidad la justificación para su existencia ha desaparecido. Presionemos tanto a la Unión Soviética como a Estados Unidos, desde todos los puntos, para que se elimine esta definitiva amenaza a nuestro entorno. Me pregunto si el famoso día de la negociación sobre armamento, tan celebrado por los participantes a lo largo de los años, no habrá pasado ya. En su lugar instemos a favor de una comisión internacional, fuertemente respaldada por las Naciones Unidas y del más alto calibre y fiabilidad, que recupere estas armas y las convierta en inofensivas. Si los países del mundo pueden unirse contra Sadam Husein, seguro que también pueden hacerlo contra esta amenaza, mucho más peligrosa contra el mundo, que, por el momento, aún depende de nosotros.

John Kenneth Galbraith es economista y catedrático emérito de la Universidad de Harvard. Este texto fue leído por su autor en la reunión sobre arte, ciencia y economía organizada por la Comisión Internacional de Defensa de la Cultura Catalana. Traducción: Carmen Viamonte.

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