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DIARIO DE LA GUERRA

Viaje hasta la línea del frente

Se escuchó un sonido silbante y un hongo de humo se elevó hacia el cielo, lejos de la columna de carros de combate y vehículos acorazados que se dirigía en fila india hacia el Norte. Al oírse el eco de la explosión a través del desierto, la columna se detuvo unos momentos, pero, como si marchara sobre una cinta transportadora, reanudó enseguida su marcha hacia el interior de Kuwait. La columna se abrió en abanico hacia el Norte y el Este, y, a través del humo y del polvo del campo de batalla, pude ver el resplandor que despedían los carros de combate que avanzaban. El aire se rompía con el martilleo de la artillería situada una milla por detrás. Egipcios y saudíes lanzaban un torrente continuo de proyectiles.Arriba, volando justo por debajo de las nubes, un avión contracarro A-10 daba vueltas en busca de víctimas sobre las que lanzarse. Pero faltaba algo en esta madre de todas las batallas: el fuego del enemigo. A mediodía de ayer, lunes, cerca del frente de fuerzas egipcias y saudíes que se desplazan hacia el interior de Kuwait, en el transcurso de una hora vi caer menos de 10 proyectiles iraquíes.

Convoyes de prisioneros

De cualquier forma, la pregunta tendría contestación tan sólo unos minutos más tarde, cuando los camiones que volvían de la línea del frente depositaron a varios cientos de prisioneros iraquíes y regresaron en busca de más. Mientras volvía aparecieron más iraquíes que surgían del desierto corriendo hacia un automóvil agitando un trozo de una tela clara atada a un palo. Surgían como puntos a través de la inmensidad del desierto, y cuan do se acercaban parecían supervivientes rezagados de una catástrofe. El primero en llegar corriendo por delante de los otros no era más que un niño. Estaba aterrorizado, pálido y sudoroso. En pocos minutos se le unieron otros 13 compañeros, abatidos y sucios.

Poco después, desde la línea del horizonte, llegaban otros 26 portando banderas blancas y en grupos. A través del desierto se oyó el estrépito de una patrulla del Ejército saudí; saltaron de sus vehículos y se desplegaron para envolver a este patético grupo. Había algo de humillante en estos hombres que se habían rendido y que, manos en alto, oían los gritos de los soldados saudíes, agresivos, vestidos con sus uniformes nuevos y con sus lustrosas armas norteamericanas.

Llegué hasta una alambrada que atravesaba la carretera. Supuse que marcaba un campo de minas y decidí volver. Pero entonces, al dar la vuelta, fue cuando las vimos: había minas por todas partes, a ambos lados de la carretera. La alambrada no señalaba el principio, sino el final del campo de minas.

Mientras regresaba a través de las líneas aliadas, más refuerzos se dirigían al frente. La enorme extensión de acorazados que se habían desplegado a lo largo de la frontera en el transcurso del mes pasado había desaparecido.

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