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Los motivos de la irakofilia

A quien conozca la historia de España, sobre todo a quien sea azañista, el título de este artículo le resultará familiar. No es raro, parafrasea sin disimulo el de la conferencia que Azaña pronunció el 25 de mayo de 1917 en el Ateneo de Madrid, que se llamó Los motivos de la germanofilia. Se recordará que entonces, como ahora, la preocupación de los españoles era la guerra -en aquella ocasión la Primera Guerra Mundial- y que Azaña, y en general la democracia española, eran abiertamente partidarios de la intervención de España en aquel conflicto, y de que lo hiciera del lado de las fuerzas aliadas. El hecho era, y es, significativo y revelador. Pero más aún lo son las razones de Azaña, que importan, claro está, porque no han perdido ni un ápice de su vigencia.Azaña argumentó que la neutralidad que España mantenía en aquella ocasión se apoyaba en dos indefensiones y en otras tantas negaciones. Una indefensión material: esto es, el aislamiento secular del país, la falta de una verdadera política exterior que alinease a España decididamente con Europa y el progreso. Una indefensión moral: la falta de preparación moral, la debilidad y pereza de unos españoles que, carentes de todo sentimiento de justicia ante la agresión alemana -causa de aquella guerra-, abdicaban de la ética refugiándose en la neutralidad. Y dos negaciones: la neutralidad, o renuncia a toda política exterior, y reducción de España a una posición de espectador marginado e írnpotente de la vida internacional; y la germanofilia, o negación de principios y valores democráticos y liberales.

La irakofilia de hoy, y lo que eso comporta, que enseguida veremos, no es la germanofilia de ayer, pero lo sustancial de la tesis de Azaña se mantiene. La voluntad pacifista y neutralista dominante en España sigue apoyándose en graves indefimsiones y poco aceptables negaciones. Muchos españoles parecen ignorar que la política exterior y de defensa española es, desde 1986, inseparable de la política exterior y de defensa de la Europa comunitaria y del mundo occidental, a los que toda la democracia española ha querido siempre, y con razón, que España perteneciese; parecen ignorar -de ahí su indefensión- que en un mundo inestable como el actual la guerra es, a veces, parte esencial de la política.

El pacifismo, tanto el pacifismo ético, inspirado por el horror a la guerra, como el pacifismo instrumental, impulsado por razones meramente políticas, vive instalado, como el neutralismo de 1917, en una imposible impostura: carece del sentimiento de justicia ante la invasión iraquí, única causa de esta guerra (pues otra cosa son los problemas y circunstancias que hacen de Oriente Próximo una región geoestratégica vital, y otra, las fuerzas profundas e históricas que confluyen en esta guerra). El hecho es, en mi opinión, gravísimo: pone en entredicho toda la argumentación moral en que quiere fundamentarse la oposición a la guerra, desacredita, si no desmonta, las razones del pacifismo y lo hunde en la contradicción, la confusión y el desaire.

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Peor aún, no le deja casi otra apoyatura que la negación. Porque la oposición a la guerra del Golfo se hadeslizado en España -salvo por lo que se refiere a una minoría de personas honestísimas rnovidas únicamente por su conciencia- hacia otra cosa: en la práctira no es sino antiarnericanismo y propalestinismo. Que son, quede claro, actitudes legítimas y respetables. El antiamericanismo es, por ejemplo, rechazo del poder de Estados Unidos; el propalestinismo, un sentimiento de solidaridad con un pueblo perseguido. Pero uno y otro enmascaran, consciente o inconscientemente, reacciones y creencias manifiestamente no democráticas.

El antiamericanismo rehúsa aceptar que la democracia americana es más antigua que la europea, que sus raíces son más sólidas que las de ésta, que ningún país ha ido tan lejos como Estados Unidos en lograr niveles de vida tan altos, en eliminar barreras de clase y en acoger a un número tan elevado de emigrados, refugiados, razas y pueblos; que ningún país ha dado mayores muestras de libertades al individuo; que no hay sociedad más abierta y dinámica que la norteamericana. El propalestinismo rehúsa reconocer que la raíz última de los problemas de Oriente Próximo es la negativa de los países árabes a aceptar en 1947 la participación de Palestina y la existencia de Israel; es insensible a la suerte del pueblo judío, víctima de la más persistente y brutal psicopatología colectiva de la historia que es el antisemitismo; no quiere ver ni saber nada de las razones del Estado de Israel, ni denunciar a quienes las niegan y han pretendido destruirlo en varias ocasiones declarándole unilateralmente la guerra.

El verdadero carácter de la negación a que aludía antes se ve ahora más palmariamente. El antiamericanismo de los españoles podría revelar un cierto divorcio con principios y valores esenciales de la democracia liberal (y es que la conciencia colectiva de los españoles es mayoritariamente socialcrisfiana, y la aspiración esencial de la mayoría es la protección del Estado). La negativa a plantearnos que la diáspora y el holocausto son elementos constitutivos del Estado de Israel -o engañarnos pensando que eso es historia, y que lo que ahora cuenta es el problema palestino, que cuenta, y mucho- es una muy grave injusticia que empaña seriamente nuestra ética colectiva.

Por lo que llegamos a una conclusión alarmante, que justifica el creciente pesimismo con que algunos' pulsamos la opinión nacional: que estamos en un país que no sabe cuál es su papel en el mundo, porque en el fondo de su cultura política subyacen todavía -actualizadas- muchas de aquellas indefensiones y negaciones que en 1917 espantaron, con razón, a Azaña.

Juan Pablo Fusi Aizpurúa es catedrático de Historia de la Universidad Complutense.

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