El vivero
Estamos tan ensordecidos por los motores de los bombarderos que ya no percibimos los gemidos cercanos. La muerte enorme nos aparta de esas otras muertes atávicas que arrastramos desde la caverna. Dentro de unas horas, al alba, Joseph Giarratano será ejecutado en la prisión de Richmond acusado de un doble asesinato cometido hace 11 años en Estados Unidos. Mañana se habrá acabado tina de esas historias de las que luego se alimenta el cine para que las metabolicemos como si se tratara de caramelos de fantasía. Durante esos años, Giarratano se ha rehabilitado y han aparecido senas dudas de su culpabilidad. Pero eso debe ser obra del guionista de la película que se empezará a rodar con el cuerpo de Giarratano aún caliente. Lo único auténtico es, una vez más, la pena de muerte. Y esa frialdad con la que la sociedad va administrando crueldades envueltas en legajos de justicia.Persisten las guerras y continúa vigente esa ceremonia del horror que consiste en almacenar a un hombre para que vaya muriendo de horas. En ese acto irreversible de la muerte pensada se condensan todas las explicaciones que llevan hasta el silbido de las bombas sobre Bagdad. Matando el cuerpo de Giarratano parece que se intente exorcizar el alma letal de las sociedades perfectas. Y sin embargo, esas muertes, supuestamente justas, son siempre el resultado de una selección previa. La humanidad siempre ha tenido un permanente vivero de ejecutables. Bombardeamos al invasor al que algún día armamos, y electrocutamos al asesino que creció entre nosotros. Todos estos muertos sometidos a la pena de la bomba o de la silla eléctrica son muertos nutridos y estabulados en nuestra propia granja. Nos horrorizan, pero al mismo tiempo les necesitamos para sentimos distintos, y aseados, y respetables, y mejores. A la barbarie pequeña la solemos llamar justicia. A la grande, defensa del derecho internacional.
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