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La guerra

¿Era inevitable la guerra del Golfo? La pregunta no es superflua ni siquiera ahora, cuando la guerra ya está en marcha y no parece que vaya a terminar pronto. En efecto, el modo en que puede responderse a esta pregunta influye en el uso político de la guerra, en dos sentídos: sobre la conducción de la guerra (duración, objetivos medios), y, sobre la política de paz que deberá seguir necesariamente a la guerra.Veamos. La guerra podía haberse evitado, sin lugar a dudas, dado que es el resultado, entre otras cosas, de una larga serie de errores y de injusticias que los Gobiernos occidentales cometieron a lo largo de décadas y hasta ahora mismo (incluida la incapacidad de Israel para ofrecer a Sadat. en su día, perspectivas de paz creíbles, que habrían garantizado al líder egipcio una hegemonía moderada en el mndo árabe).

Pero la guerra era también inevitable, pues Sadam Husein representaba una amenaza no sólo para Kuwait, sino asimismo para Arabia Saudí y para todos los regímenes árabes que no se ponían a disposición de la lógica de la guerra santa. Por eso, una vez que Sadam Husein hubo desencadenado la guerra, se trataba no tanto de proteger el petróleo, ni siquiera el equilibrio del Oriente Próximo, sino de garantizar la supervivencia de Israel, directa e inmediatamente amenazado por la hegemonía de Sadam Husein.

Por otra parte, sin duda la guerra podía evitarse: el potencial bélico y agresivo de Sadam Husein, sin el cual sus planes hegemónicos no habrían pasado de ser un sueño, le fue proporcionado íntegramente por las potencias occidentales. Y teniendo en cuenta, sobre todo, que el embargo habría podido obtener resultados muy diferentes si no hubiese sido porque la rapacidad de demasiadas empresas occidentales lo convirtieron en un colador (Alemania admite que sólo de su país más de un centenar de empresas violaron el embargo en los últimos meses), con la alegre tolerancia de los respectivos Gobiernos.

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Con todo, al fracasar el embargo, la guerra se hacía inevitable si se quería mantener en pie el objetivo inicial, es decir, impedir que un régimen sanguinario extendiese su hegemonía sobre toda un área geográfica, cuya lógica habría acabado desencadenando la guerra, obligando a Occidente a intervenir (o a sacrificar a Israel).

Dicho de otra manera, moralmente Occidente no puede ser absuelto, porque ha contribuido, de las tres formas que hemos citado, a hacer inevitable una guerra que podía haberse mantenido alejada. Pero, políticamente, renunciar a una guerra de la que es corresponsable indirectamente (pero que desencadenó Sadam Husein) habría significado solamente dejar la guerra para más adelante y decretar la desaparición de Israel en un breve lapso. Éstos son los términos del dilema.

Cada Gobierno y cada ciudadano han resuelto a su manera la cuestión. Y lo han hecho sopesando argumentos que no pueden echarse en saco roto, aunque vayan en direcciones contrarias. De lo que se trata es, pues, de llegar a un acuerdo al menos sobre lo siguiente: la decisión a favor o en contra de una intervención de respuesta a la guerra provocada por Sadam Husein deberá tomarse examinando los argumentos éticos y políticos que hemos menciona do, y no remitiéndonos a un fundamentalismo pacifista que considera que toda guerra, en cualquier lugar y momento, es injustificable y que la paz es siempre y bajo cualquier aspecto el bien supremo, al que hay que sacrificar todos los demás. Si nos tomamos en serio este fundamentalismo pacifista (y sobre estos temas la seriedad no puede ser una opción más), deberíamos condenar también la guerra contra los nazis de hace medio siglo y todos los movimientos de resistencia antifascista que la acompañaron.

Sea cual fuere la decisión que asuma cada uno de nosotros ante la guerra, se impone una consecuencia. SÍ la guerra se ha hecho inevitable, se debe también a una triple culpa de incoherencia de Occidente respecto de sus propios principios. Por eso, el deber occidental por excelencia en la posguerra que se prepara es una política de coherencia.

Coherencia de una política exterior que tenga presentes siempre los derechos humanos, y que no utilice dos medidas diferentes según las circunstancias y los intereses inmediatos.

Coherencía de una política de armamentos que excluya rigurosamente toda entrega de instrumentos bélicos a todo régimen no democrático, aunque momentáneamente sea un aliado, y que, con mayor razón, impida la proliferación del poder nuclear entre los infinitos regímenes dictatoriales del Tercer Mundo.

Coherencia en garantizar la primacía de la política sobre la economía, del principio de ciudadanía sobre la lógica del beneficio, limitando el mercado a lo que debe ser: un instrumento de bienestar económico y no el dios al que todo se sacrifica.

Que quede claro que no se trata de llamamientos morales para almas bondadosas (aunque el llamamiento moral no tiene por qué excluirse de las opciones políticas), sino de exigencias impuestas por un urgente realismo. En efecto: una política exterior que hubiese resuelto ya hace mucho tiempo el problema palestino, una política armamentista que no hubiese forrajeado a Sadam Husein, una política de embargo que hubiese sido capaz de imponerse a los potentados económicos, todo ello, habría alejado el riesgo de la guerra. Pero hay más: la guerra podría haberse evitado, probablemente, si se hubiese realizado sólo una de esas tres políticas.

Derechos humanos para los pueblos y para los individuos, hostilidad hacia las dictaduras (nada de armamentos, pues) y apoyo a quienes las combaten, predominio de la democracia sobre el beneficio económico: estos principios que Occidente ha incluido en sus constituciones y que airea continuamente, son los únicos instrumetos eficaces para una política de paz, los únicos instrumentos adecuados para un realismo político serio. Pero estos principios, precisamente, suelen quedar envilecidos, convertidos en mera retórica, en frases vacías, por los gobernantes occidentales.

Esta es, pues, la verdadera diferencia entre izquierda y derecha en los regímenes liberaldemocráticos: el realismo de los principios tomados en serio y la irresponsabilidad de una política de oportunismo, de poder y de hipocresía.

Sin embargo, esta guerra revela más cosas. Revela que el larguísimo conflicto entre el Oeste y el Este no ha sido sustituido por una contraposición general entre Norte y Sur, entre países ricos y países pobres, sino, más bien, que sobre el fondo de esta confrontación (cuya solución es, sin duda, sumamente difícil) se perfila el mucho más áspero antagonismo entre el Occidente y el islam.

Aludimos a este asunto, sin que podamos profundizar en él aquí, porque se trata de un tema que suele ocultarse o ignorarse (en el sentido freudiano de la palabra) precisamente por su carácter incómodo.

En el mundo árabe, por el momento, iel proceso de secularizacón ha fracasado. El fundamentalismo islámico está destinado a caracterizar a los próximos años en esta parte del mundo, aun sin contar con la actual guerra en curso, pues ésta sólo está acelerando un proceso que ya está en marcha desde hace tiempo. Y fundamentalismo significa la existencia de una concepción del mundo que sitúa a la religión en primer lugar.

Para una concepción del mundo semejante, que divide a los hombres en fieles del profeta y en enemigos irreconciliables porque son infieles, la guerra santa es el horizonte constante d e la existencia y su ausencia significa sólo una pausa. Sólo la secularización del islam, como ya se dio en el cristianismo y en el judaísmo, puede crear la premisa para que también el mundo árabe pueda producir democracia y, por tanto, las condiciones para una convivencia estable con Occidente en general y con Israel en particular.

¿Cómo puede producirse esto?, es el interrogante obligado y crucial para la posguerra de esta guerra (que esperemos que llegue lo más pronto posible).

es filósofo, director de Micro-Mega.

Traducción: C. A. Caranci.

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