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Solo frente a tres papas

El padre Arrupe encontró en Hiroshima la tolerancia que más tarde le distanció de Wojtila

Juan Arias

Pedro Arrupe, un médico y psiquiatra de origen vasco, fue el primer propósito general de la Compañía de Jesús que, tras caer enfermo, presentó su dimisión y ha vivido sus últimos 10 años solo y entre la vida y la muerte. El general de los jesuitas, la orden religiosa católica de mayor influencia en el mundo, con 24.000 miembros y en cuyos colegios se han formado personajes como Descartes, De Gaulle, Jaruzelski, Voltaire y Fidel Castro, además de haber dado a la Iglesia teólogos como Teilhard de Chardin y Karl Rahner, es el único superior de una congregación cuyo cargo es vitalicio.

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Funeral junto a san Ignacio

Pero este jesuita que se ha ido de puntillas, sin que ni siquiera el Papa fuera a su funeral, pasará a la historia de la Iglesia católica porque en sus 18 años de liderazgo de los jesuitas cambió radical mente la orden.Hace unos días, el diario il Messaggero, de Roma, llegó a escribir que Arrupe fue un personaje "del que no se podrá prescindir a la hora de analizar el posconcilio".

Este vasco menudo, ligeramente parecido, físicamente, a san Ignacio de Loyola, bondadoso pero firme, obediente pero sin traicionar nunca su conciencia tuvo que enfrentarse a la crisis más aguda de la Compañía en los años cruciales tras el Concilio Vaticano II que zarandeó a la Iglesia desde sus cimientos y la abrió al diálogo con el mundo.

Senderos difíciles

De hecho, se asegura que la Compañía de Jesús ya nunca será la misma después del impulso que le dio el vasco Arrupe, también llamado el papa negro. Baste pensar que en España la amenaza de la escisión de la orden estuvo siempre sobre el tapete y que los conservadores de entonces, que rechazaban las aperturas del Concilio, avaladas por Arrupe, habían pedido ya al Papa la autorización para convertirse en provincia autónoma. Precisamente, las críticas que se le hacían desde la España jesuítica conservadora eran que "un vasco, san Ignacio, había fundado la Compañía, y otro vasco, Arrupe, la estaba destruyendo".

En algunas conversaciones con este corresponsal durante aquellos tiempos dificiles (en los que cada año más de 500 jesuitas abandonaban la Compañía y en los que hasta el Papa acusaba a Arrupe de estar abriendo demasiado la mano en el diálogo con el marxismo), Arrupe confesó que la experiencia vivida con la explosión de la primera bomba atómica en Japón y con los horrores que vió aquellos días le ayudaron a "relativizar" todo y al mismo tiempo a robustecer su convicción de que un hombre de Dios debe estar cerca de los que más sufren, los más explotados, los parias de la tierra. Y recordaba que, durante esos espantosos días de guerra, él, como médico, se vio obligado a operar usando unas simples tijeras de coser.

A Arrupe le gustaba rememorar las palabras del progresista sacerdote italiano Milani, apóstol de los hijos de los labradores más pobres, el cual decía que la diferencia entre un pobre y un rico es que este último "conoce 500 palabras más que el pobre" y con ellas es capaz de "dominarlo y explotarlo". Mantuvo un equilibrio dificil, casi desesperado, para no traicionar el ímpetu de renovación que muchos jesuitas sentían después del Concilio y, al mismo tiempo, de fidelidad a ese cuarto voto de obediencia que sólo los jesuitas hacen al Papa. Pero tuvo que tomar decisiones dolorosas, como la de alejar de la Universidad Gregoríana al padre Díez-Alegría.

Cosas que hoy parecen normales en los jesuitas y que ya ni el Papa se atreve a refutar son el fruto de aquel trabajo valiente de Arrupe, que consiguió que la Compañía no traicionara al Concilio y se abriera al diálogo con los humildes sin rupturas dramáticas con el Vaticano.

Le tocó enfrentarse nada menos que con tres papas: Pablo VI, Juan Pablo I y el papa Wojtyla, pero fue éste último el que le dio la puntilla final, imponiéndole, al presentar la dimisión, dos comisarios, el anciano Paolo Dezza, ex confesor de Pío XII, y el joven Giuseppe Pittau, considerado entonces un conservador y al que el Papa destinaba para suceder a Arrupe. Pero la Congregación General reunida en Roma para elegir al nuevo general arropó a Arrupe, ya que hay un axioma que dice: 'Los papas pasan y la Compañía sigue".

Arrodillado ante Pablo VI

Pablo VI le obligó un día a arrodillarse ante él en señal de esa obediencia y sumisión al Papa que todo jesuita jura junto a los otros tres votos de los demás religiosos. Y le cambió los documentos de la congregación extraordinaria que había convocado en Roma. Juan Pablo I, aunque vivió sólo un mes, dejó escrito un discurso durísimo contra las "desviaciones" de los jesuitas, que, una vez elegido papa Juan Pablo II, el llamado "Papa del Opus Dei", fue secundado por éste, que se lo envió a Arrupe.

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