Los cien
HAN SURGIDO a la luz pública en estos días una serie de documentos acerca de los problemas con que se enfrenta la Universidad española. Uno de ellos, conocido como el Manifiesto de los cien, ha tenido especial eco en la opinión pública debido, probablemente, a la rotundidad de sus afirmaciones y a la notoriedad de algunos de sus firmantes. Sin duda, la mejor de las virtudes del citado Manifiesto es su capacidad para plantear un debate -ante los ciudadanos, los universitarios y las autoridades educativas- sobre los problemas básicos que afectan a la institución.Se señala, en primer lugar, la presencia, calidad y relevancia social y científica de la investigación que se hace en la Universidad y su siempre dificil engarce con la enseñanza. Es obvio que el fomento de esa actividad investigadora requiere una definición de objetivos, un esfuerzo de rigor y disciplina no siempre presentes en la comunidad universitaria, y los medios que la hagan posible, por no hablar de un radical cambio en la mentalidad de nuestros universitarios. En ese sentido, nos parece positiva la puesta en marcha de un procedimiento de evaluación de la actividad investigadora de los profesores universitarios. Lo razonable ahora es depurar ese procedimiento, consolidarlo y hacerlo más riguroso, por lo que parece contradictorio descalificarlo globalmente en un contexto de reivindicación de la investigación de calidad.
Otro de los grandes problemas abordado en distintos párrafos del Manifiesto es el de la selección y promoción del profesorado, con su tradicional rosario de vicios incorporados: endogamia, dominio de clanes y grupos de presión, parroquialismo... No hace falta insistir en el hecho de que una Universidad es, en su perfil académico, lo que son sus profesores, por lo que las perversiones del sistema de selección del profesorado pueden ser letales a la propia institución. Sin olvidar que esos defectos pueden darse cualquiera que sea el sistema concreto que se arbitre, pues aun el más racional sobre el papel debe ser aplicado por profesores sobre cuya imparcialidad y sensatez descansa el éxito o el fracaso del proceso de selección.
Por último, se señalan la indispensable adecuación de los planes de estudios a los objetivos sociales, científicos y profesionales de la educación universitaria, y la compleja y novedosa relación entre enseñanzas oficiales y títulos propios, en particular los famosos masters, que no son la panacea para todas las carencias de la enseñanza universitaria, pero que tampoco deben ser descalificados por principio.
En resumen, un conjunto de problemas ya viejos y algunos nuevos, presentes en la Universidad y acerca de los cuales es preciso debatir y decidir. Y hacerlo, además, con el propósito de deslindar lo que atenaza y daña a la Universidad de las mejoras e iniciativas que, en condiciones ambientales desfavorables, se han producido ciertamente en muchas universidades. En ese sentido, nos parece que tanto el Manifiesto como otros documentos similares, aun respondiendo muchas veces a experiencias individuales, difícilmente generalizables, pueden y deben jugar un importante papel en la apertura de un debate necesario.
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