Los niños de Bagdad
Desde hace más de dos semanas, los niños de Bagdad no duermen. Desde entonces se encuentran, día y noche, encerrados en refugios, oyendo los estruendos de los bombardeos, el continuo aullido de las sirenas, que confunden con el de sus propios gritos de terror, en los escasos minutos en que sus propios alaridos pueden oírse de manera diferenciada al ruido exterior. Su ciudad está quedando convertida en un amasijo de hierros retorcidos y de ruinas, en las que el cemento y las vigas abiertas, como muñones que quisieran obscenamente enseñarse y enseñorearse de las calles, han sustituido al animado trajinar de los zocos y a un paisaje que, aun hoy, de una manera cercana atraían recuerdos de las Mil y una noches.Los niños de Bagdad no duermen, porque de ellos ha necno presa el pánico y la desesperación, porque saben, o más bien intuyen, que tienen poco que esperar de los libertadores aéreos, o quizá mucho, porque hay circunstancias en las que la muerte es la única liberación factible.Su esperanza es sobrev 1 vir. No se sabe bien en qué condiciones, pues ellos intuyen, nosotros lo sabemos, que muchos de ellos no vivirán cuando acabe esta guerra, y muchos otros de los que sobrevivan lo harán con graves mutilaciones, muchas fisicas, y casi todos psíquicas, porque ¿quién de ellos dejará de recordar las horas de terror, de hambre, de vivir pegados al fondo de los refugios temiendo continuamente no volver a ver la luz del día?, ¿quién olvidará esas largas noches de insomnio?, ¿quién los padres desaparecidos?, ¿quién los muertos?, ¿quién las dantescas escenas de su ciudad en llamas, de sus compañeros, sus amigos o sus familiares heridos o muertos? Es dificil que estos ni¡íos, hechos adultos en pocos días, puedan olvidar, y muchomás difícil que puedan perdonar a quienes hemos contemplado, indiferentes y un poco aburridos, a que acabe esto que llamamos guerra.
Los niños de Bagdad no son los únicos niños que están sufriendo estos días, y que no pueden comprender el porqué de su terrible situación. Les acompafian, en una siniestra y no deseada solidaridad, los niños de Kuwait, Tel Aviv, Ryad y, desde hace muchos años, los de Gaza y Cisjordanla. Ninguno de ellos entiende gran cosa de lo que pasa, aunque ya desde pequeños les han imbuido el odio y el fanatismo, y todos, o al menos una parte de ellos, los más mayores, los más contaminados por los adultos, creen estar en el lado de la razón y la justicia.
Los niños de Bagdad ya no juegan ni sonríen, sólo esperan el final de sus sufrimientos. Sus miradas sólo traslucen miedo y sorpresa. No saben que están pasando inadvertidos para el resto del mundo que, por interés o por comodidad, intenta olvidarlos; pero tampoco les importa, su terror es su único sentimiento, la única posesión que les queda en lo que les resta de vida. Quizá un día se convierta en odio, y entonces, hipócritamente, nos haremos los sorprendidos.
Ven cómo en su propia ciudad, entre los minaretes de las mezquitas y la sombra de las palmeras, ha crecido un árbol de Navidad gigantesco, que se reproduce noche tras noche. Sin embargo, cuando por las mañanas salen a la calle, la muerte y la desolación son los únicos regalos que encuentran. No están para ilusiones los niños de Bagdad, los F- 16, los F- 17, los Tornado y la demás parafernalla han acabado con ellas para siempre.Quien más, quien menos, todos hemos permanecido ajenos a este horror que se desarrolla a nuestro lado. La televisión lo ha convertido en una hipocresía, travestida de videojuego y ajena al horror humano, y todos, más o menos, estamos siendo córriplices.
No nos enganemos, deberíamos intentar detener este ho
rror, porque, si no lo hacemos, a partir de ahora, nuestras no ches estrelladas, nuestros árboles de Navidad, estarán para siempre poblados de los Ojos aterrorizados, de los ojos fijos y espantosamente abiertos, de los ojos interrogantes, de los ojos dolientes de los niños de Bagdad.Marciano Sánchez Bayle es médico pediatra, miembro de la Federación de Asociaciones para la Defensa de la Sanidad Pública.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.