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Reportaje:

Del computador a la calle

La aplicación del salario social se topa con una realidad más cruda que la esperada

Mujeres sin ingresos y con cargas familiares forman la mayoría de aspirantes al salarlo social instituido por la Comunidad de Madrid para acabar con la marginación social mediante un contrato de inserción. En el mapa de la pobreza que aflora de las estadísticas figura un colectivo inesperado: los pobres vergonzantes, a quienes los trabajadores sociales tienen que cazar a lazo en barrios acomodados, como el de Salamanca o el de Retiro.

Todo se reduce, una vez más, al factor humano. De nada sirve que Elena Vázquez hable, en su sede de la Consejería de Integración Social, de estudios sobre la patología de los pobres, ni que afirme reclamar alta tecnología para el trabajo social, si luego, en la Junta Municipal de Carabanchel, la jefa de Servicios Sociales, Pilar Orta, opina, a cuaderno cerrado, que el ingreso madrileño de integración (IMI) no va a solucionar nada si no se le une una política seria de empleo y vivienda.El ingreso madrileño de integración o salarlo social es, según los folletos, "una iniciativa de la Comunidad de Madrid para luchar contra la exclusión social". Y ofrece una cantidad de dinero para cubrir las necesidades básicas -33.000 pesetas por primera persona, 8.000 por la segunda y 5.000 por cada una las restantes-, el asesoramiento de profesionales de los servicios sociales para buscar soluciones, y la posibilidad de que el usuario participe en actividades que mejoren su situación, mediante la firma de un contrato de integración. Eso dice el folleto.

En la realidad no es tan fácil. Tiene razón Elena Vázquez cuando se queja de que, a pesar de los cursillos especiales para trabajadores sociales ("la quinta del IMI, la llamamos así"), este país cuenta con una tradición de 400 años de beneficencia que pesa como una losa a la hora de aplicar medidas modernas. La concesión del IMI requiere que un equipo formado expresamente para la labor peine los barrios y saque a flote aquellos casos de pobreza tan arraigada -desestructurada, en términos del sistema- que jamás podrán acceder por sí solos al salarlo y al consiguiente contrato de integración social, que debe diseñarse según las características de cada usuario.

Devolver la autoestima

El quid del asunto -la integración- está en que el bene5ciario se comprometa desde llevar los niños al colegio hasta asistir a una serie de cursos tendentes a devolverle la autoestima, a menudo perdida en el largo camino de la miseria. La labor del trabajador social sería, idealmente, conocer uno a uno los casos e ir a buscarlos in situ. Hoy por hoy, una utopía.

Entre el optimismo de las alturas y el pesimismo de quien se enfrenta a diario con la realidad de la vida, hay un término medio: gente como la del Centro de Servicios Sociales de Fuenlabrada, acostumbrada a bregar con lo más difícil y a aprovechar lo que hay con tal de dar un paso adelante, o como Olga y María José, que en la Asociación de Vecinos Tercio Terol, de Carabanchel, están ya preparando a las personas más necesitadas para que soliciten el IMI.

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Fuenlabrada es uno de los seis municipios del extrarradio en donde que se inició la experiencia, en octubre pasado. A Madrid capital el IMI no ha llegado hasta enero, y eso explica que en muchos de sus barrios la red de asistencia no esté creada aún. La mayoría de esos trabajadores sociales, formados según el programa, ideado y costeado por la Comunidad, se diluyen en la problemática general cuando llegan a los ayuntamientos, que son los que manejan. Hay muchos agujeros que tapar. En los pueblos en los que -al contrario que en Madrid- existen pocas diferencias ideológicas entre autoridades comunitarias y municipales, los trámites se han agilizado.

Tanto en Madrid como en su cinturón, las estadísticas coinciden en un punto estremecedor: el porcentaje más alto de solicitantes corresponde a mujeres sin ingresos y con cargas familiares no compartidas. Abandonadas por el marido, separadas o divorciadas, con hijos y a menudo, con un familiar anciano que mantener, también madres solteras: estas candidatas al IMI -o ya beneficiarlas- son la prueba evidente de que la mujer sigue siendo la más desfavorecida de la sociedad.

Asunción Gil, Mercedes Hipola, Mari Carmen y Jeannette -de origen chileno y nacionalidad española- son, a su manera, cuatro privilegiadas. El IMI ha hecho que levanten cabeza. Es obvio que el dinero que reciben no les basta para vivir, y que los cursillos a los que se han apuntado como contraprestación puede que funcionen y puede que no. Pero se sienten personas, no objeto de caridad. Aunque saben leer y escribir, las cuatro poseen una amplia experiencia fregando suelos bajo contratas draconianas: eventualidad, inseguridad. El marido de Asunción Gil, del que se divorció, es drogadicto y la maltrataba. A sus 28 años, con cinco hijos "me ha cambiado la vida". El IMI ha venido a complementar una tarea iniciada antes por el centro que dirige Carmen Prados, bajo la batuta dinámica de la concejal Lucila Corral.

Compañero en la cárcel

Mari Carmen tiene a su compañero en la cárcel, y cuatro hijos, dos de los cuales no reciben los beneficios del IMI porque son del anterior matrimonio de él. "Yo empecé a trabajar a los nueve años, porque mi padre murió y mi madre se quedó inválida. Cuidaba niños y me daban 20 duros al día". Sus tiempos mejores fueron mientras su hombre tenía un pub y, más tarde, cuando entró en la venta ambulante. "Pero lo metieron en la cárcel y todo se hundió, y tuve que aprender a venir al centro y pedir ayuda".

En Fuenlabrada la pobreza arranca de la crisis de la década de los setenta. "La mayoría provienen de medios rurales, que vinieron a trabajar aquí en los sesenta. Compraron un piso, la constructora les estafó, eligieron un mal marido", explica la concejal Lucila Corral. "La parte más difícil del contrato de integración", prosigue, "es cambiarles la mentalidad. En nuestro curso de mantenimiento de vivienda aprenden electricidad, fontanería, pintura industrial. Ésos son oficios con salida. Pero ellas están acostumbradas a fregar".

"En Carabanchel hay marginación y bastante chabolismo", cuentan Olga y María José, de Tercio Terol. Han presentado dos casos bastante extremos: el de Juana, que tiene una pensión de invalidez por enfermedad de corazón y, a su cargo, un marido enfermo y toxicómano. Con 33 años y dos hijos, habituada a pechar con lo que haga falta, Juana tiene miedo de que, si su marido pide el IMI, se lo nieguen: "Van a pedirle que deje la droga y ya está muy mal". "En este tipo de historias", dice Manuel Muñoz, del grupo de Izquierda Unida en la Asamblea Regional, "va a depender también del trabajador social y de la presión que se pueda ejercer en el IMI, que tiene huecos suficientes".

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El salario social descubre 'pobres vergonzantes' en los barrios acomodados

Viene de la página 1Junto a Juana está Laura, que acaba de romper con su marido, es disminuida física y tiene dos hijos: "Con ella, el problema es que tenemos que obligarla a que firme los papeles y se comprometa a una serie de cosas, tales como tener a los niños cuidados y no beber de pura soledad".

Ya se ha dicho antes: para extraer la verdadera marginación, la que debe integrarse a través de los contratos, hay que golpear prácticamente puerta a puerta. Una labor titánica. Sobre todo en el caso de un nuevo sector, el de la pobreza vergonzante, que aparece tímidamente en barrios tan insospechados como los de Salamanca o Retiro.

"Gente que cuando vas a su casa ves que han vendido los cuadros y queda el hueco en la pared, porque ni tienen para pintura", dice Carmen Díaz Marés, concejal responsable del Area de Asuntos Sociales del Ayuntamiento.

"Porteros, personas de la farándula que viven con una pensión miserable, mujeres que se fueron a otro barrio y ahora han vuelto, separadas y con hijos, a vivir con sus padres, jubilados. Clases medias empobrecidas que ocupan los trasteros", cuenta también Pilar Martín, del centro asistencial del distrito de Salamanca.

Es en estos barrios donde los trabajadores sociales se muestran más remisos a hablar con la prensa. Encubren a los pobres vergonzantes como si de una auténtica rareza se tratase, como si temieran que, al contacto con la opinión pública, fueran a desvanecerse. Por supuesto, no dan nombres, y tampoco cifras, quizá porque la caza del pobre no da buen resultado en zonas urbanas de insolente riqueza y probada insolidaridad.

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