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La cuestión de los países bálticos

Esto no ha acabado. La sangrienta tragedia de Vilna del pasado sábado no se ajusta probablemente a lo que el Kremlin deseaba. Y, sin embargo, es la consecuencia de una política de restablecimiento de las leyes soviéticas en los países bálticos decidida plenamente por Mijaíl Gorbachov. Tal vez por esa razón han surgido de pronto los Comités de Salvación Nacional, primero en Lituania y después en Letonia. con la única y exclusiva reivindicación de disolver la Asamblea elegida el año pasado restituyendo el poder a los partidos comunistas fieles a Moscú.Con esas premisas, la investigación judicial abierta para elucidar la responsabilidad de tal o cual militar por los sangrientos hechos acaecidos ante el edificio de la radiotelevisión lituana carece de sentido. Gorbachov declaró en la crispada sesión del Sóviet Supremo en Moscú que se enteró de las trágicas noticias de Vilna una vez pasadas, es decir, el domingo por la mañana. El ministro del Interior, Borís Pugo, afirmó que los militantes nacionalistas lituanos fueron los primeros en disparar. Aunque todo esto sea cierto, los enfrentamientos, al principio esporádicos, entre los paracaidistas de las unidades especiales del Ministerio del Interior y los civiles lituanos protectores de los edificios públicos empezaron muchos días antes, y desde entonces se podría prever que iban a degenerar. Desde el punto de vista legal, es evidente que las unidades militares no tenían ningún derecho a actuar por cuenta de un autodesignado Comité de Salvación Nacional.

El mariscal Yazov ha reiterado, no obstante, ante el Sóviet Supremo la acusación que Gorbachov había formulado al inicio de la crisis contra el presidente de Lituania, Vitautas Landsbergis: su objetivo es el de instaurar una dictadura burguesa, lo cual no es tolerable. Pese a todo, esta acusación apenas ha sido tenida en cuenta por las nuevas instancias rectoras de la URSS. Más bien al contrarió, unas horas antes de las trágicas descargas del sábado, el Consejo Federal, compuesto por los presidentes de todas las repúblicas, decidió enviar a Vilna una delegación no para destituir a Vitautas Landsbergis, sino para negociar con él.

El actual líder de Lituania no parece creer mucho en un diálogo con Moscú a propósito de los ritmos y modalidades de su divorcio con la URSS. Quiere más bien atrincherarse en una política de hechos consumados y en una intervención occidental a su favor. Esto explicaría su unilateral proclamación de independencia el 11 de marzo pasado y otras, iniciativas que no cuentan con la unanimidad de los suyos. Ha hecho introducir en el código penal, por ejemplo, en el mes de octubre, dos artículos "sobre los enemigos del pueblo lituano" que, aplicados con rigor, permitirían perseguir no sólo a los comunistas, sino también a las minorías nacionales, rusa y polaca, que representan casi el 30% de la población del país.

Es cierto que la extrema intransigencia de Vitautas Landsbergis no ha sido bien vista por los dirigentes americanos en la reciente visita que este dirigente ha realizado a Washington, e inquieta igualmente al Vaticano, que predica el diálogo y no la ruptura unilateral de Lituania con respecto a la URSS. Pero también debe comprenderse que Vitautas Landsbergis pertenece a una generación que ha vivido la forzada incorporación de los países bálticos a la URSS en 1940 en virtud del pacto germano-soviético.

Nada de todo ello podría reprochársele al presidente de Letonia, Anatoli Gorbunov, que no había nacido en 1940 y que mantiene una excelente relación con la mayor parte de los dirigentes del Kremlin por la sencilla razón de que ya era presidente antes de las últimas elecciones ganadas por los partidarios de la independencia. Abandonó entonces el partido comunista, pero nadie en Moscú piensa acusarle de querer conducir la Letonia independiente hacia una caza de brujas anticomunista o antirrusa. No obstante, también en Riga, igual que en Vilna, ha surgido un Comité de Salvación Nacional, y también aquí los paracaidistas han ocupado, la semana pasada, la principal imprenta del país.

La actuación de los paracaidistas, aprobada por el Kremlin, muestra, pues, la evidencia de que es el resultado de un brusco viraje político y no de una reacción a un problema puntual en tal o cual república. El pretexto invocado al principio relacionado con el enrolamiento de los bálticos en el Ejército soviético está ahora superado. Se trata más bien de hacer volver a estas tres repúblicas a la situación de antes de las elecciones de 1990, que permitieron a los independentistas la toma del poder.

El año pasado, más o menos por estas mismas fechas, Mijaíl Gorbachov daba a entender que los bálticos podrían obtener un estatuto semejante al de Finlandia, es decir, llegar a ser políticamente soberanos aun quedando estrechamente ligados a la URSS en los aspectos económicos. El mes pasado hizo votar además al Congreso de los Diputados del pueblo una ley sobre la organización en todas las repúblicas de un referéndum acerca de su voluntaria adhesión al nuevo Tratado de la Unión. Pero, aun reconociendo el derecho a la autodeterminación de los pueblos, ha preferido no hablar de ello durante estos agitados días, ni en ViIna ni en Riga.

La experiencia de los 12 últimos meses ha mostrado que la apertura democrática de Gorbachov ha beneficiado especialmente a los separatistas, que prefieren abandonar a la URSS antes que batirse por el triunfo de la perestroika. El presidente soviético no había previsto este fenómeno ni las tensiones interétnicas consiguientes. Había creído que la batalla entre los armenios y los azeríes había sido sólo un hecho aislado, determinado por la historia específica de estas dos naciones. En los países bálticos, conocidos por su carácter pacífico y disciplinado, no se esperaba esta eclosión de irreductible hostilidad entre los autóctonos y las poblaciones eslavas (rusos, polacos, ucranios y otros).

Esta semana, Gorbachov hubiera tenido más poderosas razones legales para enviar los paracaidistas a Georgia y no a los países bálticos. Allí abajo, el nuevo presidente ultranacionalista, Zvind Gamsakurdis, ha suprimido de un plumazo la región autónoma de Osetia del Sur, que existe desde 1922. Pero para nadie es un secreto que los osetios del Sur tienen a sus hermanos, los osetios del Norte, al otro lado de la vertiente de la gran cadena del Cáucaso, mientras que los rusos del Báltico están ligados a la muy próxima Rusia, que no está detrás de ninguna montaña. Y aún hay más: muchos de estos rusos son antiguos militares que se establecieron en Letonia o en Lituania una vez terminado su servicio militar en el Ejército. Mucho se han cargado las tintas contra Edvard Shevardnadze acusándole de tener la intención de abandonar a estas tres repúblicas de la misma manera que "había perdido la Europa del Este". Pero era Gorbachov quien estaba en el punto de mira, detrás de su ministro de Asuntos Exteriores. El 16 de noviembre, en el Sóviet Supremo, el coronel Aksnis le presentó un verdadero ultimátum: "Tiene usted dos meses para restablecer el orden en el país. Si no lo consigue, tendrá que dimitir".

No sería una conclusión válida decir que esta amenaza ha sido suficiente para precipitar las cosas. El mismo Gorbachov se estaba dando cuenta de que la URSS iba camino de su desintegración, lenta pero inexorablemente, y que esta forma de descolonización salvaje corría el riesgo de desembocar en una guerra civil. Tiene ya en la región de Moscú 700.000 refugiados rusos de Transcaucasia y de Asia. Pero son 25 millones los que viven fuera de Rusia y la mayor parte de ellos no están dispuestos a hacer las maletas. Para impedir una reacción de violencia en cadena, Gorbachov no tenía más alternativa que la de buscar apoyo en el Ejército y en el KGB. A petición suya, el presidente de esta última institución, el general Kriutchkov, en un discurso televisado, invitaba a los soviéticos a combatir esta ola de anticomunismo y a denunciar "a quienes colaboraban con los servicios extranjeros". Era el preludio al envío de los paracaidistas para que buscaran a los que, a orillas del Báltico, se negaban a hacer el servicio militar.

Parece evidente que Gorbachov no ha optado por esta solución a la ligera. Su fama internacional está unida a la perestroika, a la que ha dedicado muchos esfuerzos como para abandonarla ahora. Los benefliciarlos de la apertura no han sabido organizarse como una fuerza coherente capaz de sustentar sus iniciativas. Divididos en una miriada de minipartidos, más bien parecen estar reforzando el antigorbachovismo, ya que lo que hacen es ofrecer una ayuda a los conservadores. El equipo con el que Gorbachov había comenzado su gran aventura se ha ido desintegrando igualmente en el camino y le resulta muy difícil sustituirlo. La elección de un desconocido, Guennadi lanalev, para el puesto de vicepresidente de la URSS muestra a las claras esta dificutad. Y esta semana, en pleno drama de los países bálticos, Gorbachov acaba de confiar la presidencia del Consejo de Ministros a Valentin Pavlov, ministro de Finanzas desde 1989 y gran responsable, para muchos soviéticos, del hundimiento del rublo.

¿Hay que concluir, por tanto, que esta gran empresa de democratízacíón de la URSS no ha servido para nada y que hay que consíderarla hoy como muerta y enterrada? Los que csto dicen parecen ignorar hasta qué punto ha cambiado ya este país, de una manera irreversible, en el campo de las libertades. Gorbachov ha dicho: "La perestroika, o triunfa en toda la URSS o fracasará". El método que ha escogido para mantener a la URSS unida no parece el más apropiado, ya que se salda con una sangrienta tragedia en ViIna. Pero Gorbachov está obligado a seguir con la política de la perestroika y, mientras él esté ahí, ésta conservará sus posibilidades de remontar con un segundo impulso.

es periodista francés, experto en Europa del Este.Traducción: José Manuel Revuelta.

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