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Una lección de la historia

Dos fuerzas importantes del mundo están hoy en declive: en el campo social, el marxismo, y en el religioso, el cristianismo católico. Y, sin embargo, ellas han dirigido nuestros destinos hasta hace poco. En el mundo del Este marcó su rombo la enseñanza de Marx, y en nuestro país, el catolicismo.Y las dos han caído de su pedestal por la misma razón: han dejado de ser una filosofía de la praxis, con su fuerte empuje vital. El doctrinarismo totalitario por un lado, y el corto pragmatismo dictatorial por otro, son los que han determinado su ocaso actual. La presencia de los revisionistas en el marxismo no fue suficiente para imprimir su impronta en el mundo nuevo que se avecina. Y el Concilio Vaticano II tampoco pudo marcar el catolicismo actual y su mundo de influencia.

La praxis, esa confluencia de teoría y práctica, sin que ninguna de ellas tuviera preferencia; ese influir la idea en la acción, y la acción en la idea, fue la clave de su éxito al hacer el primero la revolución social, con sus conquistas sociales, y el segundo, el liderazgo de nuestra cultura española hace cuatro siglos, elevándola a las cumbres de la mística, de la literatura, de la teología, del derecho y del arte, como reconoció Azaña en su memorable discurso a las Cortes constituyentes de la II República.

Estas ideas me las sugería un libro reciente sobre Galileo herético (editorial Alianza), en el cual el historiador Pietro Redondi replantea el drama de este gran científico y creyente. Un nuevo documento descubierto recientemente da pie para una nueva interpretación de este problema histórico, entre el cientifismo parcial de un gran físico y el sentido equilibrado de un cardenal de la Iglesia elevado a los altares, Roberto Belarmino. Aquél acertó al desbancar la ingenua teoría geocéntrica, que estaba arraigada en la mente de científicos y creyentes; pero el otro se adelantó a nuestra ciencia actual, que ha dejado de lado los absolutismos y se queda en el campo de las hipótesis plausibles. Lo que nadie admite ya es la actitud sin visión de futuro de aquellos burócratas vaticanos que condenaron a Galileo.

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No miraba -al leer este libro- a su contenido, sino más bien a su modo de rehacer una historia que parecía cerrada en torno a este caso. La historia es un saber que a unos apasiona porque creen hallar en ella la clave y enriquecimiento de nuestra experiencia, y a otros les merece desprecio porque no entra en sus moldes racionalistas al no ser una ciencia exacta. Pero lo que ya no es historia, después de Collingwood, es una pretendida ciencia de tijeras y engrudo, que ensambla documento tras documento, como si el papel escrito fuese un ídolo sagrado intocable. ¿Por qué este mensaje cauto sobre lo que sea la historia? Porque "es muy raro que los documentos, de que está obligado a servirse el historiador, representen observaciones precisas", enseñaba Seignobos. Y hay, por eso, que estudiar más bien problemas y no periodos: pensar haciéndose constantemente preguntas; emitir hipótesis que encuadren los hechos, y estar dispuestos a buscar cada vez mejores explicaciones, que sólo serán probables en el mejor de los casos. Por eso la historia, como todo conocimiento humano, tiene que estar en perpetua variación y adaptación, como una espiral que realiza un baile con su adelantar y retroceder, a la postre, pero con la finalidad de subir.

Esta historia de Redondi es el paradigma de lo que debemos hacer en política, sociología, religión o filosofía. Salimos de todo absolutismo sistemático; pero no caer tampoco en un pragmatismo oportunista, como se acostumbra en cada una de estas actividades. No hay sólo dos opciones; por ejemplo: capitalismo a ultranza y comunismo radical. Está por ver -y en eso consiste nuestro reto- que, como en las dos hipótesis enfrentadas sobre Galileo, hay otra opción, que ahora nos descubre Redondi. Todo depende de nuestro modo de pensar y actuar. El creyente -por poner un ejemplo bien visible- lo olvidó, cayendo en el activismo agotador o en el dogmatismo sin porvenir. No supo ver que la Biblia -como descubrió Claude Tresmontant- no especula en el vacío, como los escolásticos, ni cae en el pragmatismo sin apertura de la burocracia eclesiástica. La suya es una filosofía de la praxis. Y ésa fue su fuerza histórica. Pero, cuando se hizo rígida, perdió su impacto positivo.

La teoría heliocéntrica de Copérnico y Galileo, y su precedente en el inteligente cardenal Nicolás de Cusa, fue un paso adelante; pero ha quedado desbancada también, igual que la ingenuamente geocéntrica de la Biblia y de casi todos los científicos y pensadores del tiempo de este último sabio, como fueron Bacon o Descartes. El ingenio de Einstein lo consiguió porque era un gran físico lleno de imaginación, y un nada cicatero y minucioso matemático como Berkeley, que frenó por varios siglos con su rigor los avances infinitesimales de Leibniz. Fue Einstein un investigador abierto, que resultó todo lo contrario de los dirigentes universitarios suizos que le desecharon, como rigurosos descendientes de aquellos cerrados escolásticos del tiempo de Galileo, y por eso se salió del molde estrecho de una dicotomía al estilo de las que existen hoy en economía, sociología, religión o política, como si no hubiera más soluciones que esas dos extremas.

Para salir de nuestros callejones sin salida tenemos que dejar de una vez los sistemas cerrados, en cualquier rama del saber o del hacer. Y adoptar una nueva actitud ante la vida: la que se desprende del escepticismo constructivista que hizo dar pasos de gigante a nuestra ciencia actual; o del ficcionalismo que propugnó el filósofo de la ciencia Henri Poimcaré, consiguiendo así sus invenciones físico-matemáticas; o el como si de Vaihinger que utilizó con gran éxito san Ignacio de Loyola cuando recomendaba el uso de los medios humanos como si no hubiera divinos, y de los divinos como si no existieran los humanos.

Ese mensaje de Redondi -que no se para en las dicotomías usuales- puede darnos una nueva visión de la ciencia de la vida o de las cosas, superando los dualismos, y buscando nuevos cauces en política, sociología o economía con creatividad y espontaneidad inteligente: lo malo es encerramos en los sistemas del sí o del no.

Eso es lo que parece que intentan vacilantemente algunos pocos políticos, en el Este y en el Oeste, sin que vean todavía el camino futuro despejado y claro.

E. Miret Magdalena es teólogo.

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