Las calmas
Durante la luna menguante de enero se produce en el Mediterráneo una bajamar extasiada que hace aflorar los erizos en los fondos de roca cerca de las calas, y la luz inmóvil del mediodía condensa un aroma de algas en el muelle, donde los gatos duermen sobre las redes tendidas. En las terrazas de los bares, bajo los plátanos desnudos, hay gente varada en mangas de camisa que lee en el periódico las noticias del inminente apocalipsis tomando berberechos. Estas mañanas de enero en el Mediterráneo se levantan con una bruma dorada que se va abriendo hasta dejar un sol blanco suspendido en la mente, pero ahora, si cierras los ojos ofreciéndole el rostro después de haberte imbuido de presagios de guerra, el resplandor de los párpados se convierte en un campo de batalla, y dentro del cerebro, a contraluz, vislumbras siluetas de armamentos diseñados como ejemplos de arte conceptual, misiles de un gótico minimalista, bombarderos constructivistas, acorazados cuyos castillos de acero emiten la trama óptica de Vassarely. Antes de que comience el gran cataclismo uno llama al camarero. La mar contiene en este momento una quietud deslumbrada, y desde esta terraza del puerto se oyen lejos las barcas de arrastre que faenan en aguas azules en compañía de los delfines. Son las calmas de enero. Las palmeras están cinceladas contra la perfección del aire, los viejos marineros dormitan en el interior de una pasta solar que calienta las sienes. Nada se mueve. En la terraza del puerto, el camarero trae una bandeja de erizos y éstos dejan en la mesa el perfume reciente de la cala cuando su leve matriz sonrosada todavía late. Pensando en la muerte mientras devoras su carne de mar, la claridad del instante te sella la frente y entonces sientes que la santidad consiste en esta pereza o armonía de los gatos que a los pies comparten tu sueño. Las calmas de enero por la tarde liberan una brisa lívida para dejar la noche muy alta, con estrellas rutilantes, que guían a los bombarderos, pero que a ti te anuncian nuevos erizos mañana.
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