La austeridad resquebrajada
La relación con González y el control del partido han marcado la biografía de Guerra
Alfonso Guerra, el político que ha alcanzado las mayores cotas de popularidad de la vida pública española del posfranquismo, parecía hace unos días un ciudadano anónimo más esperando en la cola de una panadería de Las Rozas, cerca del chalé en el que viven María Jesús Llorente y su hija, Alma. Enfrascado en la lectura de un periódico, ignoraba a los otros, y los otros le ignoraban. El hombre que había llevado hasta su urbanización a los guardaespaldas y sobre cuya vida privada habían crecido incesantes leyendas estaba en aquella cola como si ya no estuviera.
Días más tarde, el Alfonso Guerra de los exabruptos, el que hacía unas semanas había reaparecido de nuevo seguro de sí mismo y reafirmado, y que con ese espíritu había llamado iletrados a los miembros de la oposición y se había referido a los periodistas como una especie carroñera, parecía de nuevo una sombra de sí mismo cuando presidió la última reunión de subsecretarios, el jueves de la semana de su dimisión. Estaba en aquella reunión como si ya fuera de otra parte. Silencioso y distante, según algunos de los que asistieron, liquidó el encuentro preparatorio del Consejo de Ministros en 25 minutos. Como si no fuera con él, daba la sensación de que Guerra, un perito industrial que hubiera querido ser maestro de escuela, había alcanzado la que aseguró que era su verdadera posición en el gabinete: estaba de oyente.Dos días después ha dimitido en Cáceres, en un acto propio de la escenografía que le ha seguido a todas partes y que él mismo ha creado como un director de teatro que al tiempo es actor de sus obras. Como responsable del aparato de su partido, ha concitado en su torno una fidelidad inquebrantable que ha hecho que sus actos políticos parezcan una ceremonia de adhesión fervorosa.
Desde que en enero del pasado año estalló el escándalo en torno a los negocios de su hermano Juan, esa actitud de sus ayudantes y seguidores se incrementó hasta alcanzar los límites de la agresividad. Llegó a su punto culminante en los actos conmemorativos de la muerte de Besteiro celebrados el pasado mes de octubre en Carmona, cerca de Sevilla. Allí se presentó Guerra como un nuevo Besteiro, acosado por unos enemigos que eran también los enemigos del partido y del socialismo.
Sombra fiel de Felipe González, y como éste hijo de una familia humilde, Alfonso Guerra nació el 31 de mayo de 1940. Uno más de doce hermanos, de los que murieron dos, estudió para perito industrial y se licenció en Filosofía y Letras. Cuidadoso en el vestir y apasionado de la estética, al principio de su vida política cultivó cierta apariencia revolucionaria -barba negra y poblada, posters de Che Guevara-, que fue depurando con los años.
Dos fidelidades
Guerra ha tenido dos fidelidades: a sus hijos Alfonso (Pincho), que nació de su matrimonio con Carmen Reina, de la que está separado, y Alma, fruto de su unión con María Jesús Llorente; y a Felipe González. En febrero del año pasado, esa fidelidad tuvo su pago revertido: al término del debate parlamentario sobre el caso Juan Guerra, Felipe anunció que él también se iría del Gobierno si Guerra debía abandonarlo. Es la historia de una larga amistad. Guerra ingresó en las Juventudes Socialistas en 1960, entró en el PSOE dos años más tarde, y siempre al lado de Felipe González consiguió en 1972, en el Congreso de Toulouse (Francia), que se desarticulara el socialismo de Rodolfo Llopis y entrara por la puerta grande la escuela andaluza. Dos años después, en Suresnes, Guerra culmina el proceso de consolidación de la estructura felipista y se dice que fue entonces cuando él mismo diseñó lo que debía ser la transición política española. La suya fue ya una ascensión irresistible: secretario de Información y Prensa en 1974; secretario de organización en 1976; diputado por Sevilla en 1977; muñidor socialista del consenso constitucional; vicesecretario general y presidente del Grupo Parlamentario en 1979... Así hasta llegar en 1982 a la vicepresidencia de un Gobierno en el que se situó, según él, de oyente, y desde el que siguió controlando de forma férrea el partido y propiciando dimisiones y nombramientos en el Gabinete o en las entidades controladas por éste, y notoriamente en Radiotelevisión Española.
Su poder creció tanto dentro del partido como fuera de él y fue tal que se pensó que nada de lo que ocurría en España escapaba al control de Guerra. Hasta que en febrero de 1990 dijo que desconocía qué hacía su hermano, ayudante suyo en Sevilla y negociante notorio desde un despacho oficial. Fue entonces cuando empezó a resquebrajarse la imagen de austeridad del hombre que había acosado a sus oponentes con su carácter de fiscal de la inmoralidad política. Cuando, después de un prolongado silencio, volvió a la arena de los mítines lo hizo bajando el tono de voz, como si se estuviera yendo.
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