Manila
En esta Última entrega de fragmentos inéditos del diario filipino de Jaime Gil de Biedma, la larga abstinencia del artista estalla en encuentros-cargados de sensualidad. La muerte se hace también presente bajo la forma de un accidente con un revólver. La fiebre, la riña de gallos, una vieja foto de James Dean, un bello pintor nativo y una fiesta con jukebox en un garito miserable son otros protagonistas del texto.
La interrupción ha sido larga y el dilema sentimental de la víspera se ha evaporado; pesa mucho una abstinencia de casi tres semanas para permitirse el lujo de escoger. Jay es un muchacho agradable, nada insensato, y durante mi ausencia han llegado uno y otro a una entente cordial.Ahora sé por qué no apareció Pat aquella noche. Jay, borracho y furioso, se fue de mi casa al Tropicana decidido a enredarse en una pelea y allí dio con Pat. No pudo insistir demasiado tiempo en sus injurias porque estaba ya en condiciones de que alguien cuidara de desnudarlo y de meterlo en la cama. Pat, que se llama Pacífico y lo es, se encargó de ello y se quedó a velarle un largo rato. Así que me los he encontrado buenísimos amigos, dispuestos a mantener the old dispensation y a repartírseme en la mejor armonía. La tarde y la noche de mi regreso tuve primero al uno y luego al otro -por supuesto, con Jay siempre presente- Resulta curiosa y excitante la completa intimidad física con Pat sin que jamás hayamos tenido oportunidad de hablamos a solas.
Todavía me asombra la naturalidad de la gente de aquí en estas situaciones. Sobre todo cuando la comparo con la mía, tan trabajosa y tan conscientemente elaborada.
Me disponía a almorzar cuando me llama Torres por teléfono y me dice que han matado de un tiro a Orencio Millaruelo en el consulado. Un accidente. A esa hora apenas hay circulación downtown y a los 10 minutos llegaba en taxi ante el portal del Ayala Building, donde se agolpaba la gente. Arriba, el corredor que lleva a las oficinas del consulado de España estaba tomado por la policía. Dije que era amigo del muerto y me dejaron pasar. Ya estaba allí Ricardo Padilla, que es agregado honorario de la Embajada. Para nada sería mi presencia y la idea de lo que iba a ver me desagradaba; no sé por qué me he sentido en la obligación de ir.
Empapados en sangre
El pobre Orencio yacía boca arriba con los brazos abiertos, la camisa y el pantalón empapados en sangre, con esa horrible expresión de fotografía instantánea que tienen los muertos de muerte violenta. Parecía más grueso y su imnovilidad en aquella habitación llena de gente nerviosa producía malestar. En un rincón, Martínez, el canciller del consulado, declaraba ante la policía.
Padilla, que llegó antes que nadie, me explica que Orencio entró en el despacho del canciller a pedirle unos papeles y que Martínez, para sacarlos del cajón derecho de su mesa, hubo de sacar antes una pistola del 45, cargada y montada, que guardaba también en el cajón y que -increíblemente- utilizaba como pisapapeles. Orencio estaba sentado frente a él, del otro lado de la mesa, y un poco a su izquierda. El arma se disparó, y el gesto instintivo, al manejar un objeto con la mano derecha, de encararlo ligeramente en sentido contrario resultó fatal. La bala entró a Orencio por mitad del pecho y le partió la aorta y el corazón. Aún pudo levantarse y fue a caer a la derecha de la mesa. Sucedió a eso de las doce menos veinte.
Si por lo menos el tiro hubiera sido intencionado, pero morir así, ¡tan tontamente! Si Agulló no se hubiera marchado de tapadillo a España, Orencio no habría estado de cónsul en funciones (creo recordar que Millaruelo estaba de segundo secretario en la Embajada), ni hubiera entrado en ese despacho a pedir unos papeles, ni estaría muerto a estas horas -el cuento de nunca acabar- Esta tarde, tendido yo en el gabinete del doctor Pertierra, en espera de que me reconociese el hombro, imaginaba a Orencio en la misma posición, a la misma hora, en el depósito de cadáveres, y me esforzaba por ponerme en su lugar. Esa imagen me viene con frecuencia. Volví de provincias con la idea de llamarle para cenar con él y con Fernando Zóbel.
Alguna vez me he entretenido con la idea de que soy un poeta gafe y he pasado lista a las revistas muertas o no nacidas por mi pluma. Lo de esta vez es más que una broma: antes de salir de viaje le presté a Orencio una copia en limpio de Las afueras.
Fatigado y febril durante toda la mañana en la oficina, lo atribuyo al beber y a la falta de sueño. Al volver por la tarde, cuando voy a la enfermería para los baños de calor en el hombro, se me ocurre pedir el termómetro. ¡Treinta y ocho cuatro! Presto, presto al letto con la promesa de unas horas lentas y tranquilas... ¡La delicia de estar un poco enfermo!
Jay y Pat vienen a verme. Su solicitud es admirable aunque por momentos me irrite: contestan al teléfono, me acercan el vaso de la medicina a los labios. Jay se empeña en aplicarme un curioso masaje en los tendones de la mano que dice que hace bajar la fiebre. Viene otra vez a las doce de la noche y se queda hasta las cuatro, durmiendo en el sofá, y se marcha después de hacerme tragar las pastillas que me ha recetado el médico.
Desde que cumplí los 10 años no me había sentido tan atendido en una enfermedad. He empapado de sudor el colchón y Elena ha tenido que cambiarme las sábanas dos veces. Hoy por la mañana estoy mejor.
Durante mis dos días de fiebre ha ocurrido en el Predio de San Marcelino un suceso estupendo. Al dejar vacua por primera vez en muchos años una de las bodegas de tabaco han aparecido cosas inesperadas, pero la aparición más inesperada de todas ha sido el ataúd de D. Lope Gisbert, su lápida y un busto suyo de máemol, firmado por Vallmitjana, que lleva en la solapa una huella de rebote de bala. Los antiguos que estaban entonces en Manlla han recordado que el Cementerio de Paco se desafectó cuando la II Guerra Mundial. Hubo que sacar de allí sus restos y sin duda pensarían que lo más a mano y lo más expeditivo, en la confusión de aquellos tiempos, era depositarlos temporalmente donde han estado hasta ahora, bajo una estiba de fardos de partícula y desecho. La cripta más apropiada para el padre fundador de la Tabacalera en Filipinas.
Estampa incongruente
A Mindoro con Ramón Barata, para inspeccionar las obras de Salt. Esta vez el sol es esplendoroso y podemos discurrir libremente.
Aquello se ha transformado en un mes. El asentamiento de la fábrica está para terminarse, la carretera construida y gran parte de los canales y del río artificial excavados. Los bulldozers trabajan 24 horas al día. Resulta emocionante verlos desmontar terrenos como si embistieran, gruñendo y resoplando igual que bestias. Los conductores -desnudos torsos oscuros bajo unos grandes ramos de nipa atados junto al volante para protegerse del sol- componen una estampa incongruente y muy lírica, como de cartel de plan quinquenal.
Almuerzo con el coronel Gómez en la vieja casa de la Hacienda. Nos instruye prolijamente en la cría de gallos de pelea y en las virtudes específicas de cada raza, conforme a las modalidades de lucha en su país de origen -el poder y la resistencia del gallo tejano, que ha de aguantar combates de hasta 30 minutos, la agilidad y la viveza del filipino, que pelea con cuchillas en los espolones y ha de fiarlo todo a la rapidez de sus reflejos en un encuentro que quizá sólo dure unos segundos.
Bajamos a verlos. Fastuosamente bellos, tornasolados de oro rojo, la cola en penacho verde oscuro, fijos los ojos congestionados, se espían rabiosamente unos a otros en una continua crispación de furia. Son rieras. Cuando llegan a la edad de combatir se les corta la cresta sin que se inmuten, se les ofrece y la comen. Los miro extasiado y me horrorizo pensando en una casta de hombres así.Me asomo otra vez a La Cave des Angely. Desde que Orencio Millaruelo me habló del lugar, antes de mi viaje a provincias, estaba curioso por conocerlo y hace unos días pasé por allí. El sitio es pintoresco y miserable: un amontonamiento de pinturas al óleo aún frescas, objetos descabalados, sillas viejas de jardín y veladores, dos ruinosas vitrinas burguesas, un jukebox, una inmensa nevera de Coca Cola. Del lado de la calle la barraca se cierra con unas magníficas rejas fin de siglo -sin duda salvadas del incendio de Manila- en donde se enracimaba aquella tarde toda la chiquillería del barrio. Dentro sonaba el jukebox a todo volumen y dos chicos despeinados y sudorosos bailaban ardorosamente.
Esta noche no hay música y al fondo trastea uno de los chicos del otro día, el menos guapo -ojos inmensos, pelo lacio, le faltan todos los dientes superiores-. Es el pintor en persona, David Cortés Medalla, que me invita a pasar y me va enseñando sus cuadros uno a uno. No tiene un céntimo y trabaja en lo primero que le viene a mano. Hay una Anunciación muy graciosa pintada en papel de periódico, dibujos sobre papel mimeográfico, unos pocos, muy pocos lienzos. Junto a la nevera de Coca Cola cuelga un retrato, amarillo y azul, de un muchachillo con gafas y un sombrerete. Es James Dean. Hay también una fotografía muy buena de David, tocado con un bonete de lana y envuelto en bufandas, hecha por el propio Dean en un café del Greenwich Village.
Llega un chico que se pone a trabajar en un cuadro ya empezado. David da clases de pintura a sus amigos del barrio. También escribe poemas. Le invito a tomar café en mi casa, hoy sábado. No sé si será un genio, pero es lo más parecido a un joven genio que he visto en mi vida.
Viene David. Me dice que no ha traído más que unos cuantos poemas antiguos.
No son casi poemas, aunque tienen interés. Hay en ellos sentido genuino del ritmo y de la lengua y un exceso de destreza prestada. Le pregunto por su edad.
-17 o 19 años.
Los registros civiles se destruyeron cuando la batalla y su madre no recuerda la fecha exacta de su nacimiento. También es posible que se quite años.
Larga conversación. Se queda mientras me visto y me dibuja desnudo ante el lavabo, afeitándome.
David, flameante el faldón de la camisa, baila como un poseso rodeado de todos los chicos del barrio. Guapos, esbeltos, oscuros -el mayor no tendrá 23 años-, algunos en camiseta, otros a torso desnudo, casi todos descalzos, bailan con la misma expresión de reconcentrada delicia del que en un día de verano se deja entrar lentamente en un río. Baila una maravillosa puta callejera, sola mujer en la reunión. Bailan el hermanillo y la hermanilla de David y todos sus amiguetes de la calle, los más pequeñines con el culo al aire. El jukebox suena atronadoramente y toda la barraca retiembla. Las caras sonrientes brillan de sudor.
A mi pesar he estado un rato aparte, muerto de ganas y de inhibiciones, hasta que al fin no aguanto más. Salgo con el primero que pasa por mi lado, bailo luego con David y luego con todos. Me estorba al principio el empeño en bailar bien, pero acabo dejándome llevar del gozo de moverme, girar, debatirme con la música, cogido de la mano de alguien que me sonríe jadeante. Y el ambiente se me sube a la cabeza -las pinturas de David, su absurda sofisticación, la viveza de los cuerpos, la miseria del lugar, la felicidad de todos- Bailo ya sin parar, sin preocuparme del ritmo, y empapo de sudor la camiseta, los calzoncillos y los pantalones. El sudor de la cara me chorrea sobre el barong y lo empapa también.
Ha sido una noche magnífica. Nos miramos los unos a los otros, jadeantes todavía, los miembros deliciosamente doloridos. Me despido de David y uno de mis camaradas de baile sale a la calle conmigo.
-I'll go with you. We wou1d'nt like you to go home alone.
La experiencia de los últimos tiempos me ha hecho un tanto receloso, no entiendo su interés por echarse en mis brazos; pero mis preguntas le desconciertan.
-David told me to come. He says you are lovely with boys.
Guapo José de los Reyes, con una sombra de bozo en el labio superior. Y buen chico también, casi novicio. Ya en la cama me enternece su deslumbramiento ante el contacto físico.
-Nilabasán Kaná?
-Ohó.
Todo el cuerpo suspira de satisfacción
Martes. Marcho el lunes próximo. He entrado ya en la fase agobiante de los preparativos de viaje, cuando se acumula todo lo aplazado durante meses y las ocupaciones, diversiones y sentimientos se tiñen vertiginosamente de provisionalidad.
De compras con Josse Barata, que goza en servirme de lazarillo y en regatear por mí. En automóvil, en carretela y a pie, de tienda en tienda y de chino en chino, aturdidos por el estrépito, abriéndonos paso laboriosamente entre los ríos de transeúntes, la tarde se nos va en los interminables atascos de las calles downtown. Aunque me entusiasme este ruidoso, relumbrante y discordante sector de la ciudad, casi he llegado a sufrir de agorafobia. Pasamos media hora en un sofocante zaquizamí de la calle Ongoing, escuchando y eligiendo discos chinos. Eso me relaja.
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