Un mal proyecto de ley
Desde el pasado otoño, principalmente en el Congreso de los Diputados, se ha debatido el proyecto de ley del impuesto sobre la renta de las personas físicas, que fue publicado en el Boletín Oficial de las Cortes Generales del 4 de agosto anterior y que entrará en vigor sobre la renta de 1992. A juzgar por el vasto proceso de reflexión que el Ministerio de Hacienda había promovido durante la primera parte del año en torno al impuesto era previsible, y por supuesto deseable, que la reforma alumbrase un nuevo impuesto sobre la renta.Sin embargo, la primera decepción que produce el análisis del proyecto es que nos hallamos casi ante el mismo impuesto que el actual. Es sorprendente que la exposición de motivos confiese ingenuamente que el futuro impuesto no va a ser "radicalmente distinto del vigente", unas líneas después de haber reconocido "el desgaste... muy importante... del modelo de impuesto implantado en l979". Si esto último es así -como sin duda lo es-, ¿qué sentido tiene duplicar ese desgastado modelo?
La segunda observación general que sugiere el proyecto hace referencia a su durabilidad: si aquél se aprueba en su versión actual, es probable que precise bien pronto retoques sustanciales, al menos en relación con la fiscalidad sobre el capital de los residentes. En efecto, como el sistema de imposición sobre el capital del nuevo impuesto continúa siendo, al igual que el actual -por la progresividad de la tarifa, por el régimen de tributación de los intereses y dividendos, por las retenciones a cuenta y por el tratamiento de las plusvalías-, uno de los más gravosos y exigentes de la Comunidad Económica Europea y de los principales países de la OCDE, será muy difícil impedir, una vez que se aplique en España el principio de libre circulación de capitales (no más tarde del 1 de enero de 1993) que el ahorro de los residentes salga, al exterior, buscando en otros lares -y no necesarlamente en los paraísos fiscales comunitarios a que el proyecto se refiere- una fiscalidad menos agobiante.
Es cierto que el criterio fiscal que tiene en cuenta la residencia del perceptor de los rendimientos debería hacer indiferente el lugar de colocación del capital, pero de hecho será muy difícil que esa regla se aplique estrictamente, entre otras causas, por la falta de acuerdo entre los Doce sobre el establecimiento de obligaciones de información entre las Administraciones tributarias de los diferentes países.
Es previsible por ello que se produzca una exportación mayor o menor de ahorro doméstico a partir de 1993, circunstancia ésta que lógicamente inducirá un nuevo cambio de la fiscalidad del capital de los residentes que a tempere el régimen que ahora se implanta, con el fin de tratar de retener ese ahorro interno de que tan necesitada se encuentra nuestra economía. Así las cosas, la pregunta es obvia: ¿qué sentido tiene acometer ahora esta reforma con los altos costes en términos de seguridad jurídica que lleva consigo, si su vigencia, en relación con esta importantísima materia, va a ser presumiblemente tan efimera?
Misión recaudatoria
Una tercera observación: el sistema diseñado por el proyecto se aleja todavía más que el actual de su teórica función de constituir el gravamen óptimo de la efectiva capacidad económica de los contribuyentes, preocupado como está, ante todo y sobre todo, por la importantísima misión recaudatoria (nada menos que cuatro billones de pesetas en el Presupuesto para 1991, casi un billón más de lo presupuestado para 1990) que Hacienda atribuye al impuesto sobre la renta.
El nuevo impuesto sigue empeñado en no cambiar con la consecuencia de que, en una situación de "competencia fiscal a la baja", como la que se presagia en el horizonte de la unión económica y monetaria europea, nos acabaremos llevando la peor parte.
Muy poco se ha moderado; en primer lugar, la excesiva progresividad de la tarifa de nuestro impuesto sobre la renta. Para situamos, conviene recordar que, mientras que todos los países comunitarios han disminuido sus tipos máximos de gravamen en el periodo que va de 1986 a 1990 España los ha aumentado en 10 puntos porcentuales desde el tipo impositivo del 46% vigente en 1986 al 56% todavía actual, lo que ha determinado que, de contar en 1986 con el tipo marginal máximo más bajo de toda la Comunidad, tengamos hoy uno de los más altos, sólo superado por los aplicados en Francia y Holanda. En cuanto a los tipos mínimos de gravamen de la tarifa, que se han mantenido en términos generales en el ámbito de la Comunidad, han sufrido entre nosotros un incremento de 17 puntos porcentuales en el mismo periodo.
Evidentemente, nos hemos movido hasta ahora contra corriente, sin que resulte significativo para quebrar esa tendencia que el proyecto, proponga un tipo máximo del 55% para las bases liquidables a partir de 8,5 y 9,5 millones de pesetas, respectivamente, según se trate de la tributación individual o de la conjunta, e incluso que se anuncie el propósito de reducir al 50% ese tipo impositivo en 1993 para bases superiores a 10 millones y 12 millones de pesetas en los mismos supuestos. Además, si se tiene en cuenta que el proyecto de ley del nuevo impuesto sobre el patrimonio -que se tramita en paralelo con el de renta- eleva los tipos impositivos de este tributo y permite que el límite actual del 70% de la base imponible del impuesto sobre la renta, establecido para las cuotas de ambos impuestos, sea desbordado con el fin de satisfacer en todo caso el 20% de la cuota del gravamen patrimonial, la conclusión es desalentadora: la imposición personal sobre la renta de las personas físicas no sólo no se modera apreciablemente, sino que, en ciertos casos, se agrava hasta llegar a ser confiscatoria. Dicho lo cual, no estará de más recordar de nuevo la apremiante necesidad que tiene la economía española de aumentar su ahorro interno, de reducir su tasa de desempleo y de competir con éxito en los mercados exteriores, objetivos que resultan comprometidos por la acentuada progresividad de la tarifa de nuestro impuesto sobre la renta.
Tampoco el nuevo impuesto es más sencillo que el actual, pese a que el proyecto proclama su "vocación de simplificación". Es verdad que ha desaparecido de nuestro sistema la deducción variable -fuente de todas las complejidades imaginables-, pero la hemos cambiado a estos efectos por el nuevo régimen de los incrementos y disminuciones de patrimonio y de la determinación, integración y compensación de las rentas regulares e irregulares, cuestiones que a buen seguro harán las delicias de los especialistas y llenarán de estupor a los contribuyentes.
Por otra parte, la regulación que el proyecto contiene del hecho y de la base imponible fuerza a cuestionarse si de verdad estamos ante un impuesto de naturaleza personal y subjetiva que grava la renta integral del sujeto pasivo.
Carácter personal
Mal puede, en efecto, sostenerse lo segundo si las disminuciones patrimoniales, a diferencia de los incrementos, no se integran en la base del impuesto, como si aquéllas no formasen parte, económica y jurídicamente, de la renta del sujeto pasivo; si sólo se computan las bases imponibles positivas (mas no las negativas) de las sociedades transparentes, o si los rendimientos irregulares se integran y compensan exclusivamente entre sí, con independencia en los tres supuestos de la posible compensación del saldo negativo con el positivo de los cinco ejercicios siguientes.
La acentuación de la pérdida del carácter personal y subjetivo del impuesto, y de su consiguiente acomodación a la capacidad económica del contribuyente, es la consecuencia inevitable de una serie de técnicas que despliega el proyecto, tales como la estimación de las operaciones vinculadas por su "valor normal en el mercado" o la prevalencia de este mismo valor para determinar el de transmisión en las variaciones patrimoniales cuando aquél difiera del "efectivamente satisfecho"; la presunción de renta en los inmuebles no arrendados o subarrendados; las limitaciones arbitrarias -es decir, con total independencia de que sean o no necesarios para la obtención de la renta- y desiguales de los gastos deducibles de los diferentes rendimientos; o, en fin, el nuevo régimen de "estimación objetiva para determinados rendimientos empresariales o presionales", que entraña la virtual resurrección de las denostadas evoluciones globales de una época que parecía felizmente superada por nuestra Hacienda.
Por último, continúa pendiente de solución constitucionalmente satisfactoria el problema de la tributación individual de los contribuyentes casados. La consolidación por el proyecto de los arbitrarios criterios de individualización de los rendimientos que introdujo la Ley 20/ 1989, de 28 de julio -según los cuales, los rendimientos del trabajo y de actividades empresariales y profesionales corresponden individualmente, cualquiera que sea el régimen económico del matrimonio, al cónyuge que realiza la actividad, mientras que los del capital y los incrementos y disminuciones patrimoniales, salvo las ganancias en el juego, se imputan por mitad a cada cónyuge en los sistemas matrimoniales de comunidad-, además de ignorar indebidamente la legislación civil, produce una discriminación peyorativa de las rentas de trabajo frente a las de capital, lo que resulta inadmisible en un Estado social de derecho.
Por lo demás, es paradójico que este olvido de los regímenes económico-matrimoniales de comunidad y de sus consecuencias civiles cuando de individualizar rentas de trabajo se trata, venga acompañado en el proyecto de una invocación forzada y entusiasta de una de las reglas básicas del régimen de gananciales (el artículo 1.365 del Código Civil) para justificar la responsabilidad directa frente a la Hacienda pública de los bienes gananciales por las deudas tributarias derivadas del impuesto sobre la renta contraídas por los cónyuges. No cabe duda de que Hacienda siempre gana.
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