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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Dictadura democrática

Los fundamentos democráticos oficiales, tales como el sistema de partidos, el sufragio universal, la división de poderes o el mercado, amén de ser objeto de un consenso casi generalizado por parte de las fuerzas políticas y sociales de Occidente, se han erigido en dogmas de tal fuerza en nuestras sociedades que cualquier idea heterodoxa con respecto a ellos es inmediatamente anatematizada y sus portadores condenados a la marginalidad o al ostracismo con la etiqueta de radicales, cuando no de fascistas, comunistas o terroristas.

La democracia, tal como se entiende en Occidente, ha devenido en poderoso prejuicio. Ello ha sido debido a la sacralización de esa peculiar forma de organización política y económica que, sin duda alguna, ha. demostrado ser la menos mala conocida, pero que objetivamente no deja de ser más que un instrumento avanzado de casar pacíficamente múltiples intereses contrapuestos en el marco del bienestar económico y escasa conflictividad social que define a la mayoría de las sociedades desarrolladas del mundo occidental tras la II Guerra Mundial.

Hoy día, nadie que pretenda un amplio reconocimiento público osaría relativizar la democracia real usando argumentos, probablemente no muy alejados de la realidad, como la apatía política de las masas, su absoluto desconocimiento del entramado institucional democrático, el aislamiento creciente entre las estructuras partidistas y los electores, la corrupción del poder político e) la ausencia de responsabilidad de los elegidos ante los votantes.

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Criticar esos flecos de la democracia se ha convertido en un grave atentado estético, sobre todo tras el derrumbe del telón de acero, que ha sido interpretado oficialmente como la carta de defunción de toda alternativa, pasada, presente o futura, destinada a construir un mundo distinto.

Y no digamos si alguien pretendiese argüir, no sin cierta razón, que la democracia es un producto occidental y que, en consonancia con el principio del relativismo cultural, no se debe pretender su implantación en países que, no sólo no cuentan con la más mínima tradición en dicho campo, sino que, además, han sido regidos desde siempre por unos valores tan opuestos a ella como aceptados por la mayoría de sus habitantes (ahí tenemos la realidad de una buena parte del mundo islámico y subsahariano). En tal caso, el osado hereje, aparte de ser obsequiado con el desagradable sambenito de racista, podría exponerse a recibir tormento en la indiscutible, bruñida y monolítica cruz de la democracia real.

Y ésta, la democracia con mayúsculas, es verdaderamente grande por su espíritu de respeto a todos, incluso a los que se atreven a decir que no hay nada absoluto bajo los cielos, ni siquiera la propia democracia real, salvo la vida. Cuando hacemos de algo un dogma corremos el riesgo de perder su esencia, e incluso, más tarde o más temprano, el mismo catecismo-

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