Un rey en apuros
HACE TRES días, las dos mayores centrales sindicales de Marruecos convocaron una huelga general de protesta por la imposible situación económica y laboral del país. No era la primera vez; en 1984 ya hubo unas dramáticas huelgas del pan. El Gobierno de Rabat, sin embargo, respondió al llamamiento con la usual indiferencia. Estudiantes, trabajadores y vecinos se lanzaron a la calle y se dedicaron al pillaje y al incendio, en Fez sobre todo, pero también en Kenitra y en Tánger. Las manifestaciones han sido duramente reprimidas, y se habla de decenas de muertos y heridos, de centenares de detenciones y de pérdidas materiales incalculables.Es significativo lo semejantes que son, en este orden de cosas, los acontecimientos de Marruecos, Túnez, Argelia, Egipto y Jordania. Hace dos años, por ejemplo, acabó en espantosa sangría la represión de una revuelta de la sémola emprendida en Argelia por estudiantes descontentos con la situación económica y la corrupción de la Administración. Como consecuencia de ella, el presidente Benyedid se vio obligado a prometer reformas radicales. Poco después era aprobada una reforma constitucional democratizadora; las primeras elecciones libres se celebraron hace medio año. ¿Cuánto va a tardar el rey Hassan II de Marruecos en comprender igualmente que no puede seguir reprimiendo los legítimos movimientos de protesta de sus súbditos?
En estas condiciones, el presidente del Gobierno español acude a Rabat el próximo día 20 para celebrar con su homólogo la anual reunión hispano-marroquí. ¿Debe mantenerse el viaje o sería mejor posponerlo a una ocasión menos crítica? Es cierto que la trayectoria autoritaria del régimen de Marruecos no inspira particular respeto en quienes son partidarios de la libertad y la democracia; se entendería bien que Felipe González decidiera posponer su viaje hasta comprobar que existe en Rabat voluntad de respetar los derechos humanos. El falaz argumento de la no injerencia en asuntos internos, en absoluto es de aplicación a asuntos relacionados con los derechos humanos. Por el contrario, la exigencia de su respeto ha entrado a formar parte del derecho internacional, que rige las relaciones entre países civilizados.
Sin embargo, no es evidente que la anulación de la reunión sea, en las presentes circunstancias, la única -ni siquiera la más útil- manera de presionar a Hassan en favor de la democratización de su régimen. La tupida red de intereses compartidos existente entre ambos países, y los riesgos para la paz y estabilidad de la zona que se derivarían de la ruptura del equilibrio resultante de esos intereses, exigen el mantenimiento de un marco estable de relaciones a resguardo de episodios como el actual. Pero la gravedad del mismo tampoco permite cerrar los ojos.
Precisamente porque los intereses se entrecruzan -Ceuta y Melilla y acceso a los caladeros de pesca, de un lado; inmigrantes, relaciones con la CE y tránsito de mercancías marroquíes por nuestro territorio, de otro-, España está en condiciones de aprovechar el encuentro para plantear con la máxima crudeza a las autoridades del vecino país la necesidad de abordar sin demora las imprescindibles reformas; especialmente ahora, en que conflictos como el del Golfo, junto a la oleada de fundamentalismo que dicho conflicto podría reavivar, plantean la necesidad de una más profunda legitimación de los regímenes árabes, para lo que será decisiva la ayuda europea.
Esa actitud española deberá tener algún reflejo visible para la opinión pública de ambos países, sin que, por una mala interpretación de lo que es la diplomacía, se vea compensada por gestos privados de comprensión como los dispensados en otras ocasiones. Siendo precisamente la ciudad de Fez escenario del encuentro, la condena de los sangrientos episodios del pasado viernes debe quedar clara, aunque de ella no se derive el cuestionamiento del marco de relaciones entre los dos Estados.
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