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Los sin Dios

Manuel Rivas

El Ateneo Libertario de La Coruña tenía de hermoso nombre Resplandor en el Abismo. Fue también, a su pesar, una profecía. Entre aquella gente libertaria, memoria enterrada bajo montañas de ceniza y cal, estaba el grupo de Los sin Dios. Creo que ahora hay un grupo de rock (que se llama Os Kinindiola, pero no es lo mismo. Aquellos románticos descreídos debían librar un combate sin tapujos hasta la última posta de la frontera. Cuando alguno agonizaba en el lecho, el cura acudía presto con los auxilios espirituales, y si era menester, con el auxilio de la fuerza pública. Un amigo historiador que anduvo hurgando en esa parroquia de sombras luminosas me cuenta el caso límite de uno de Los sin Dios que murmuró blasfemias y maldiciones hasta el postrero aliento para conjurar a un taimado ministro del Señor empeñado en salvarle. No tiene hoy la Iglesia enemigos de este calibre. Y es posible que tampoco hoy los tuvieran, a su altura, Los sin Dios.Que el poder terrenal de la Iglesia española tenga que ponerse a prueba, desde hace anos, en guerras de naturaleza profiláctica o soldadas por pupitre no revela fortaleza, sino la imparable decrepitud de los vetustos muros, construidos quizá para resistir la acometida a pecho descubierto de los bravos sin Dios pero inútiles, paradójicamente, para sostener la levedad de su universo simbólico cuando en el campo laico nadie hay peleón y los más de los mortales pensadores se encogen de hombros y admiten que todo es posible, incluso Dios.

Diríase que la Iglesia existe gracias a la ministra Matilde y al ronroneo periódico de empeños reformistas en la enseñanza. Como en un recurrente experimento conductista, los obispos embisten al anecdótico reclamo, azuzados por un inmisericorde coro de amanuenses, de una y otra cuerda, que aburren hasta a las ovejas. Ora la emisión televisiva de El último tango en París, ora un concierto de Madonna, y cuando no son las playas nudistas es la tímida ley del aborto o la cándida campaña del cándido condón. Han de respirar atentos al ritmo trepidante del inserto, convertidos en porteros de una monótona liga de las buenas costumbres, para que la afición, desvanecida en la pura realidad de la telenovela, no jalee a sus espaldas el gol de la temporada.

Se les ve cansinos a los obispos, y no es de extrañar, pues hasta la factoría Walt Disney rezuma concupiscencia. Pero tal vez no sea por eso. Quizá se pregunten no ya adónde va el mundo, su mundo, sino adónde está el mundo, su mundo, pues sólo un incrédulo puede pensar, pese al recio polaco, que el viento va de su lado.

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Días atrás, a vuelta de Roma, el arzobispo de Compostela convocó a los periodistas para hablarles del último sínodo, eclipsado por los sucesos del Golfo. En el palacio arzobispal no se recordaba una conferencia de prensa tan multitudinaria. Los periodistas acudieron por docenas, y monseñor Rouco, listo como el raposo, dispensando, e irónico como un cosechero de patatas de la Terra Chá villalbesa, agradeció tanto súbito interés por los asuntos de la Iglesia. Seguida mente, tal era la esperada primera pregunta, se cerró en banda a hablar de los condones Pero, erre que erre, fieles a su misión, los periodistas acabaron arañando unas palabras d condena. No debía quejarse, monseñor. ¿Qué otra cosa Podía esperar la gente, fiel o infiel Así, como el buen café, son la leyes del espectáculo, dulces como los ángeles y calientes como el infierno.

Todavía más significativo fue lo que sucedió días después Como buenos militantes, los obispos pueden crecerse en la adversidad, pero se resienten ante la indiferencia. Y no debe existir peor indiferencia que la que se presenta con los ropajes nada piadosos del interés. La patronal gallega, por boca de presidente de la Confederación de Empresarios de Galicia, solicitó del arzobispado que adelantara a 1992 las indulgencias del Año Santo, que cuadra en el 1993. La lógica empresarial resultaba aplastante. Se trataría de aprovechar la esperada afluencia de visitantes a la Barcelona de las Olimpíadas y a la Sevilla de la Expo, celebraciones profanas, para que se llevaran un plus espiritual de Compostela. Argumentaba el empresariado que sería muy dificil recuperar ese público, pues retomar un año después "le supondría nuevos desplazamientos y gastos". La sugerencia no le hizo ni pizca de gracia al arzobispo, que mostró públicamente su perplejidad ante propuesta tan "poco seria" ¡Hasta ahí podíamos llegar, a estirar a conveniencia, como goma de mascar, las indulgencias jacobeas! ¿Cómo no estar de su parte? ¿Pero qué tiempos son éstos en que obispos y pudorosos volterianos debemos alzar nos, codo con codo, para salvar las tradiciones?

Cualquiera puede decir, y con razón, que se lo tienen bien merecido. En realidad, la Iglesia que yo conozco ha hecho muy poco por ciertas tradiciones -por ejemplo, el respeto sagrado a las cosas creadas- y ha consentido como raíces d identidad algunos impresentables vicios nacionales. La gente puede no sentir noción de pecado ante un bosque en llamas o abrir los grandes almacenes en domingo. Como Fausto, los árboles centenarios han de recurrir al demonio para conservarse longevos. Cerca de donde vivo hay un hermoso roble que ya nadie osa talar. El último que lo intentó cayó súbitamente enfermo y murió a los dos días Frente al tópico, y al igual que sucede con las expresiones políticas más o menos confesionales, diríase que la Iglesia no es conservadora en absoluto a no ser que se tenga por tal bendecir las espingardas y medir la talla del corpiño. Desde esa perspectiva la Iglesia no tiene realmente incidencia moral en la sociedad española contemporánea no por conservadora, que lo es fingidamente, sino por no ser verdaderamente conservadora. Los únicos conservadores quintaesencia del cristianismo vendrían a ser los seguidores d la teología de la liberación, pero de ellos se ha desentendido la Iglesia como de los legos con borrico y capazo. Figura señera en esa Iglesia sería el cura rectoral que metía las manos en la tierra -como todavía hacen los buenos monjes que renuncian al proselítismo- y cuya decadencia retrata de forma memorable Josep Pla en El payés y su mundo. Entre esas páginas, el escritor desliza, al modo paisano, una observación que condensa un tratado sociológico: "Los milagros se han desplazado ligeramente: ya no se dan en el campo de la pobreza, sino más bien en el de la riqueza". No es casual que en las parroquias rurales, asoladas como en los tiempos de Sinuhé el Egipcio por los ladrones de templos, los labradores se turnen para proteger en domicilio los santos más venerados y milagreros.

En ese mundo rural muchos curas, mayoritariamente sexagenarios, pleitean con los vecinos por la propiedad y las tarifas del camposanto. Es éste quizá el signo más dramático del derrumbamiento de las mejores tradiciones, aquellas que elevaron lo conservador a categoría de estética. Hay magníficos parajes donde los nichos se yerguen como colmenas urbanas, semejantes en altura, precio V fealdad. Escasea la tierra para los muertos casi tanto como los entierros a pie, y el último viaje, en atropellada caravana automovilística, suele coincidir con el último atasco. Ya no es envidiable el papel de difunto, ni si. quiera en los hermosos parajes

No se espera que los obispos hablen de santos ni de difuntos Son asuntos para conservado res, para gentes que todavía cultivan la tierra mientras se cierne sobre ellos lo que John Berger llama irónicamente la "prosperidad europea". Tampoco se espera que hablen demasiado de Dios, el mito conservador por excelencia. Antón Mariño, el más audaz periodista que conozco, tan audaz que dejó el periodismo para seguir la peripecia vital de Corto Maltés, tuvo un día un serio disgusto profesional por preguntarle a un misionero que cumplía 50 años de servicio en Africa si todavía creía en Dios. Quizá hoy enredados en el espectáculo, como jocoso e inevitable apéndice gratuito de tina campana profiláctica, los obispos agradecerían que a micrófono abierto alguien les preguntase si todavía creían en Dios.

Manuel Rivas es escritor y periodista.

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