Estas luces de nuevo
La noche en que pusieron las primeras luces de Navidad fue a principios de diciembre, aún no hacía tanto frío en Madrid y estaba solitaria la calle de Velázquez, que fue por donde empezaron a iluminar. Poco a poco, la ciudad ha ido quebrando la sombra que le es propia, y ahora todas las calles céntricas, desde la Gran Vía hasta Serrano, ofrecen un espectáculo similar, como si hubieran hecho un desierto con escaparates. No había notado que esta nueva dimensión que cobra el asfalto cuando llega el centro del invierno supusiera una agresión para nadie hasta que el poeta Ángel González, al volver de América, lo comentó en voz alta al cruzar la Gran Vía: ¡Estas luces de nuevo!"La ciudad liquida un año y lo viste para que se vaya. Madrid, como cualquier ciudad del mundo, prolonga en este tiempo la improbable ilusión del comercio e instaura en la calle la dictadura de la iluminación: nadie puede sustraerse a ese mensaje que arrojan las luminarias barrocas que hacen de la noche el día. El poeta cubano José Lezama Lima tenía como ilusión suya la de ser de día pasado y de noche milenario. Las luces de Navidad convierten la noche, también, en el pasado de todos, la constancia de que el tiempo se acaba, la instalación sin paliativos de la claridad, la anulación del misterio.
Los años no pasan
Igualan las ciudades con la luz y precipitan un sentimiento de melancolía en aquellos que, como el poeta venido de América, quisieran saber que los años no pasan. Pero son implacables los que iluminan el asfalto de las ciudades en diciembre: colocan una a una las bombillas, como si fueran días contados, y luego prenden una mecha innumerable y llenan las calles de un indicativo que no puede soslayarse: la flecha señala que se va el 90. Luego, la cuenta de esas bombillas empieza a ser una precipitada cuenta atrás y la ciudad las arroja de nuevo a las tinieblas una vez mediado enero.
La agresión de la luz. Lo hacen con la mejor voluntad del mundo, igual que en los aviones colocan villancicos en lugar de la música sincopada con la que el resto del año marcan el tiempo del despegue o del aterrizaje. Pero lo igualan todo: no permiten que cada uno vaya con su música a cualquier parte. Obligan a que el entorno sea el sentimiento y provocan en el transeúnte y en el viajero la vergüenza ajena de no sentir lo mismo.
Más que por la claridad, las ciudades se definen por sus sombras: donde empieza la sombra comienza la vida, y allí donde todo es luminoso la vida urbana se convierte en un anuncio. Madrid es ahora, en su centro, que es acaso lo único que lo distingue porque el paisaje exterior sigue siendo el de un suburbio prolongado, un anuncio luminoso que provoca la sensación de que uno acaba de ingresar a cada instante en la propaganda de unos grandes almacenes.
Todo el mundo tiene la impresión de que esta época de luces y turrones se instaura sólo porque la tradición lo manda. Hay, sin embargo, una sensación distinta: las ciudades viven para tener tiempos como estos en los que por fin se ilumina el sentimiento y se reparte como si fuera un caramelo relleno de calendario. En la ciudad, unos obreros afanosos embellecen con un árbol implacable la entrada del barrio del Niño Jesús. Es Navidad en todos los relojes, y en ese almanaque que ahora marca el 15 de diciembre de 1990 ya no hay vuelta de hoja, ni el poeta puede impedir que caigan incesantemente sobre su cabeza blanca esas luces de nuevo.
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