Una panacea discutible
El espectro de la privatización recorre América Latina. En Brasil, después de un auge de popularidad inicial gracias a su tratamiento de shocks económicos antiinflacionarios, el presidente Fernando Collor de Mello empieza a recibir críticas a su gestión por no vender gajos enteros del sector paraestatal de la economía brasileña lo suficientemente rápido, tal y como lo había prometido. Carlos Saúl Menem también mantiene su compromiso de privatización y se ha propuesto liberar al Estado argentino de las empresas endeudadas y nóminas abultadas que en su opinión han plagado la marcha de la economía argentina desde hace casi medio siglo. En México, a principios de mayo, el presidente Carlos Salinas de Gortari anunció su intención de privatizar los bancos del país y ha insistido en su empeño por vender minas, telecomunicaciones y otros sectores de la economía.Hay tres series de razones por las que la privatización del hemisferio puede ser más una moda para el presente que un patrón para el futuro. Estas razones son: los orígenes del sector paraestatal de la economía, las verdaderas razones para tratar de privatizar estos sectores y el problema de encontrar un comprador para mercancías que no suelen ser muy atractivas. Países como Brasil, Argentina y México no establecieron grandes sectores paraestatales de la economía simplemente por gusto o siquiera por motivaciones ideológicas. Salvo algunas aberraciones, como fábridas de bicicletas, plantas de refrescos y hoteles -en general incorporados al sector público para conservar empleos-, la mayor parte de1a expansión estatista latinoamericana ha sido, en otros ámbitos: energía, industria pesada (como el acero), la minería, el transporte y las comunicaciones.
Estos sectores pertenecen al Estado por razones similares a las que también llevaron a la mayoría de los países de Europa Occidental a nacionalizarlos después de la II Guerra Mundial. Pero las situaciones son muy diferentes. Después de muchos años de propiedad estatal de estos sectores en el Reino Unido, Francia, Italia y otras naciones, la niayor parte de la infraestructura, de la industria pesada y de la rninería de esas naciones se hallaba ya completamente desarrollada, e incluso en algunos casos se había vuelto obsoleta.
Un sector desconfiado
En Latinoamérica, este proceso está lejos de completarse. En Europa, el Estado puso el dinero para desarrollar industrias que no eran del todo redituables, con frecuencia políticamente sensibles y que casi siempre requerían grandes sumas de dinero y largos periodos de maduración. La privatización se hizo posible, y con frecaencia deseable, después de que se había logrado la inversión y el desarrollo básicos, y cuando ya no se necesitaban enormes cantidades de dinero. Pero hoy, en América Latina, virtualmente en ninguna parte es éste el caso. El sector privado sigue renuente a invertir fuertes sumas de dinero en sectores que no prometen altas tasas de retorno ni resultados rápidos. Aún está muy lejano el día en que un sector privado latinoamericano construirá carreteras y presas, volará rutas aéreas irredituables hacia ciudades remotas o instalará millones de teléfonos para consumidores que difícilmente puedan solventarlos.
La mayoría de los líderes del continente han emprendido el camino de la privatización en principio por tres razones. En primer lugar, existe una necesidad real: los déficit son secillamente demasiado altos, los recursos para financiarlos no están disponibles, y la única manera de reducirlos en muchos casos es vendiendo o cerrando empresas generadoras de pérdidas. La segunda razón es ideológica: muchos funcionarios latinoamericanos están sinceramente convencidos de que las políticas de libre mercado del sector privado constituyen la solución para los problemas de sus respectivos países.
Por último, puesto que estas políticas representan la corriente de pensamiento económico principal hoy en día en los países ricos, se supone que la privatización manda las señales correctas a los inversionistas y líderes del mundo industrializado.
Pero la razón de cada privatización específica varía enormemente de caso en caso. En ocasiones, las empresas paraestatales se están subastando porque tienen pérdidas. Otras compañías están siendo vendidas para llevarle dinero al Estado por la venta misma y principalmente para atraer dinero del extranjero -ya sean capitales golondrinos o inversión extranjera directa- y tecnología. Otras más están en el mercado porque, aunque son altamente redituables, el Estado no tiene el dinero para invertir en su desarrollo y espera que el sector privado lo haga. En todos los. casos, el incentivo para que el sector privado compre es dudoso. ¿Por qué alguien querría comprar compañías no rentables o que requieren inmensas cantidades de recursos?
Aparte de las consideraciones ideológicas, no resulta para nada obvio que todas las compañías paraestatales de América Latina puedan ser enteramente transformadas y convertidas en empresas rentables y productivas. Asimismo, si el propósito de la privatización es financiar, digamos, el desarrollo de las telecomunicaciones y ninguno de los compradores hipotéticos está dispuesto a invertir recursos considerables, todo el ejercicio se vuelve contraproducente. A precios de remate -digamos, el precio al cual se vendió la empresa de teléfonos Entel, de Argentina, a pesar de todas las dificultades, incluyendo el retiro del Manufacturers Hannover Trust Bank de Nueva York, que el financiamiento de esta operación ha entrañado- se puede vender cualquier cosa, pero es evidente que ésa no era la idea original.
Falta de compradores
Esto lleva al tercer obstáculo para la reprivatización: falta de compradores. En general, los sectores privados locales tienden a no estar dispuestos a regresar sus millones del extranjero. Lo están aún menos para invertir en el tipo de empresas de las que se suele tratar, y sus recursos locales son insuficientes. Esto explica que México, por ejemplo, a pesar de tanta publicidad, sólo ha podido vender una cuarta parte de las acciones de sus dos aerolíneas -Mexicana y Aeroméxico- al sector privado nacional. El Estado continúa siendo el accionesta mayoritario de ambas compañías. Las dificultades con las que se ha topado el régimen del presidente Salinas de Gortari para vender otras empresas -entre ellas la mina de cobre Cananea, Teléfonos de México y la empresa acerera Sidermex- en condiciones aceptables constituyen un claro síntoma de este problema.
Pero la otra opción -los compradores extranjeros- también entraña problemas. En muchos países, desde Brasil hasta Francia, pero incluyendo a Estados Unidos y el Reino Unido, ciertas industrias son consideradas de índole estratégica o de seguridad nacional, que no deben dejarse a manos extranjeras. Éstas suelen ser justamente del tipo que los extrajeros quieren: el petróleo en México, la industria de armamentos en Brasil. Existen, por supuesto, otras empresas estatales que con gusto se venderían a cualquiera, pero que difícilmente atraen a compradores extranjeros.
Hoy en día hay más de dos docenas de compañías telefónicas en venta en el Tercer Mundo, escasean los clientes que acepten el precio o las condiciones que sus propietarios estatales están demandando. Además, los compradores extranjeros se han visto muy solicitados recientemente en otras partes: Europa oriental, la Unión Soviética, China, etcétera. Comprar una línea aérea argentina, una compañía telefónica mexicana o una siderúrgica brasileña, a menos que literalmente se regalen, no es algo para lo que ellos quisieran hacer fila. Así, muchos intentos de privatización funcionarán sólo bajo condiciones que pueden frustrar su propósito original.
Los problemas económicos de América Latina poseen causas y facetas múltiples. La nacionalización nunca fue la panacea que muchos hicieron que pareciera, la privatización tampoco lo es. En América Latina, la privatización puede acabar siendo mucho menos significativa de lo que esperan sus partidarios (o de lo que temen sus críticos).
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