Moral y política
EL DOCUMENTO de los obispos españoles sobre la situación moral de la sociedad española, hecho público ayer, se produce cuando todavía no se han apagado los ecos de la andanada política lanzada por el presidente de la Conferencia Episcopal, cardenal Suquía, el pasado 19 de noviembre, contra el Gobierno y el partido socialista. En ella se les responsabilizaba de una pretendida crisis moral que habría hecho mella en la vida pública y privada de los españoles.La reacción del Gobierno de la nación ha sido prudente debido, quizá, a la convicción de que no conviene magnificar disputas político-religiosas, que nada bueno han aportado en el pasado y que deberían ser desterradas, por desfasadas, de la sociedad libre y plural actual. Pero ello no puede negar la evidencia: el discurso de Suquía constituye uno de los ataques más fuertes dirigidos desde las instancias jerárquicas de la Iglesia contra un Gobierno.
El tono del documento colectivo de los obispos es doctrinal y reflexivo, como corresponde a su carácter de instrucción pastoral, pero su sustrato es eminentemente ideológico. Su talante coincide sustancialmente con el discurso de su presidente: un sentido magistral y autosuficiente, carente de cualquier atisbo de autocrítica y propio de quienes se consideran guardianes del tarro de las esencias morales.
No es que el documento episcopal no abunde en diagnósticos certeros sobre determinados comportamientos de la actual sociedad española y en consideraciones apropiadas sobre el valor de la moral y de la ética en la vida pública. Ocurre, sin embargo, que algunas de sus denuncias contra los gobernantes -corrupción, malversación de caudales, voto subsidiado, utilización antirreligiosa de los medios de comunicación, etcétera...- reflejan una oportunista coincidencia con las de quienes, siempre desde una generalización sin significado, propagan una imagen apocalíptica y corrupta de la España de hoy. Denuncias, por cierto, que muchas veces brillaron por su ausencia en el pasado.
Pero lo que reduce a los mínimos el valor del documento episcopal es su pretensión de erigirse en norma de conducta de una sociedad plural en todos los terrenos, incluido el de la moral, en el que conviven sensibilidades y percepciones distintas. Las visiones totalizadoras y excluyentes de las religiones pueden ser admisibles en el plano de las creencias, pero deben ser rechazadas en las sociedades libres en tanto en cuanto pretendan erigirse en referencia obligada de su comportamiento. Por eso es contradictorio que los obispos exijan al Gobierno una actitud de respeto frente a las convicciones morales y religiosas de los ciudadanos, a la vez que le reconvienen por abstenerse de intervenir en la implantación de los valores cristianos en la sociedad. Valores, todo hay que decirlo, que la Iglesia parece reducir a los ámbitos sexual, familiar y educativo.
Lo que podría haber sido una aportación valiosa -junto a otras- a la regeneración moral de la sociedad española queda invalidado por la añoranza de un confesionalismo trasnochado y por una preocupante incompresión de las pautas y reglas de las sociedades democráticas.
Ejemplo de ello es la pretensión de los obispos de contraponer unos supuestos criterios morales valederos en sí a "la dialéctica de las mayorías y la fuerza de los votos". Dan a entender que en una sociedad libre deben tener mayor predicamento los arquetipos de una moral inasible que su propia capacidad para generar -mediante los mecanismos de representación y de expresión- las referencias morales que deben regir sus comportamientos. El arraigo de la Iglesia católica en la sociedad española, y el origen cristiano de muchos de sus valores, justifican el interés episcopal por el estado de la moralidad. Pero no hasta el punto de imponer el concepto cristiano como única referencia válida y de erigirse en custodios no solicitados de la buena conducta de los españoles.
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