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El final del 'reino' de Thatcher

Decir reino parece fantasioso, puesto que sólo reinan los monarcas, y Margaret Thatcher, pese a su desafortunado uso del plural mayestático en "somos una abuela", es meramente un servidor elegido por la nación. Sin embargo, ahora será recordada en la historia británica como una de esas raras mujeres de extraordinario poder que dirigió toda una nación con más belicosidad que compasión -igual que Boadicea, Isabel I y Victoria-. De esta última, Bernard Shaw dijo una vez que la totalidad de Europa había sido virtualmente gobernada por una viejecita que sabía bien lo que quería y que, cuando murió, sumió al continente en el caos. La reina Isabel I, como monarca protestante, se enfrentó a una Europa católica encarnada en una belicosa España, a la que acabó derrotando. El triunfo comparable de la señora Thatcher fue la victoria británica sobre los argentinos en la guerra de las Malvinas, aunque abusara menos de la retórica que la Reina Virgen. De hecho, y a diferencia de ésta, no tiene la capacidad de excitar la conciencia nacional con palabras. Hizo gala de gran fuerza, pero, comparativamente, de poca imaginación.Recuerdo haberle dado la mano hace 11 años, al principio de su mandato, cuando me entregó una placa de plástico que me consagraba como crítico del año. Me impresionó su poderosa sexualidad. El presidente Mitterrand, ejerciendo su privilegio nacional como experto en asuntos del amor, comparó sus labios con los de Marilyn Monroe. Sus 11 años de poder la han envejecido, pero su femineidad es la misma. En la escena mundial ha sido algo parecido a un unicornio o un ave fénix, una criatura fabulosa siempre identificable como madre; sin embargo, feroz en la protección de su pueblo y, como cualquier madre, poco interesada en lo que no sea lo que ella entiende por las necesidades de su propia familia. En otras palabras, una madre muy británica, con muchas dudas sobre el acceso de sus hijos a esa otra familia más grande de Europa. Tan estrecha visión de la relación de su país con la Comunidad Europea ha sido una de las causas de su caída.

El túnel del canal es una realidad embrionaria; la tecnología ha derrotado a la geología para así acabar con la insularidad prehistórica de Gran Bretaña. Les guste o no, los británicos están en Europa. A la señora Thatcher no le acaba de gustar. La ha preocupado la soberanía, cuyo mejor símbolo es la cabeza de la Reina (no la suya propia) impresa en nuestros billetes de banco y en nuestras monedas. La ha preocupado el ecu. La ha asustado la posibilidad de que desde Bruselas fuera impuesto una especie de socialismo a un país que ella misma ha confirmado en su conservadurismo. En el Reino Unido, conservadurismo siempre ha equivalido a algo muy sencillo: mercado libre, un mínimo de control gubernamental y la hegemonía de una clase media que ha absorbido a la vieja aristocracia y que últimamente también se ha dedicado a absorber al proletariado. Este conservadurismo ha temido, no sin razón, el poder de los sindicatos; uno de los éxitos indiscutibles de Margaret Thatcher ha sido el de doblegarlos. Aunque los miembros del Partido Conservador son en su mayoría agnósticos, la lealtad a la Iglesia de Inglaterra, de la que, desde Enrique VIII, el monarca es cabeza visible, ha sido tradicional. El arzobispo de Canterbury se ha apresurado a alabar las virtudes cristianas de la señora Thatcher, una de las cuales es aparentemente la creencia en la santidad del libre albedrío. Lo que a su vez ha significado premiar a los comercialmente beligerantes y desdeñar a los pobres. Los pobres deben ser definidos como ciudadanos que carecen del don empresarial.

Las virtudes cristianas de Thatcher se compadecen mal con la decadencia de filosofías nacionales que carecen de valor de mercado (la sanidad, la educación, las artes); tampoco encajan con el incremento de la delincuencia (el más espectacular ejercicio del libre albedrío). Sería, sin embargo, injusto atribuir a la señora Thatcher, mero líder temporal de un partido político venerable, la cara menos aceptable de una filosofía reaccionaria. Margaret Thatcher no inventó el conservadurismo, pero después de Winston Churchill ha sido su más enérgica defensora. Prácticamente ha borrado para siempre las innovaciones socialistas, que en 1945 recibieron un enorme apoyo popular. El Partido Socialista nacionalizó todo lo que pudo; ella lo ha desnacionalizado casi todo. Si los socialistas ganan las siguientes elecciones generales, que pueden tener lugar en cualquier momento en el transcurso de los próximos 18 meses, tendrán gran dificultad en aplicar un programa socialista de corte clásico. El país se ha acostumbrado a poseer y a tener acciones en la propiedad privada del gas, del agua, de la electricidad y de las telecomunicaciones. Puede decirse, en realidad, que Thatcher ha impreso sus facciones si no en la moneda británica, sí al menos en los mecanismos básicos de la forma de vida.

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Ha dimitido, y seguro que con una tristeza que tuvo el valor de disimular en su admirable discurso de despedida en los Comunes (y antes, frente a la Reina). Quien quiera que tome el relevo, el intruso Michael Heseltine o los ministros Douglas Hurd o John Major, tendrá la responsabilidad de enderezar los indudables errores que Margaret Thatcher ha cometido en nombre de su Gobierno. El poll tax es desastrosamente impopular; su tibio compromiso con la Comunidad Europea la coloca en la minoría política. Para satisfacción de la oposición, el Partido Conservador se ha mostrado malamente dividido. No le será fácil reparar las fisuras o restañar las heridas a quien lidere ese partido y se convierta en nuevo primer ministro. Pero con unas elecciones generales en el horizonte va a ser necesario articular alguna clase de unidad, aunque sea simulada. El problema es que ninguno de los líderes previsibles tiene el ácido carisma de Margaret Thatcher.

Porque, aunque los partidos den la sensación de mandar, el mando está encamado en realidad en una personalidad que, aunque no tenga por qué ser querida, al menos debe ser tenida en cuenta. Margaret Thatcher ha sido claramente una matona para su Gobierno, para la Cámara de los Comunes y, hasta cierto punto, para sus votantes. Las mujeres son mejores matones que los hombres porque tienen a favor la vitola maternal. Ni Hurd ni Major tienen lo que se necesita para ser un matón; también carecen del aura que ha resplandecido sobre el Reino Unido en los pasados 11 años. Últimamente se ha hablado mucho de los hombres de traje gris, gente decente, sin facciones, personas competentes que son incapaces de prender la imaginación popular. Heseltine, al que se conoce popularmente como Tarzán, lo que le convierte automáticamente en un regalo para los caricaturistas, tiene peinado, estatura y acento patricio y no gusta de vestirse de gris. Ha provocado la crisis que ha acabado en la dimisión de su jefa (casi escribo abdicación) y esto le está granjeando muchos enemigos. Pero tiene el don de la provocación, lo que constituye una virtud política. Ni Hurd ni Major, ambos vestidos habitualmente de gris, sugieren más que competencia tradicional.

Sea lo que sea lo que pensamos de ella, no podemos dudar de que Thatcher, naturalmente agraciada por su sexo, alimentada por 11 años de experiencia política, ha sido una figura mundial. Su apariencia, su cuidadoso peinado y el llamativo azul de su atuendo siempre han sido una visión vigorizante en medio de los aburridos atuendos de los nuevos líderes de Occidente. Nos hemos divertido cuando ella se ha divertido fulminando a sus enemigos. Su aguda denuncia de los destructores -desde el Hitler de Irak a los delincuentes del IRA- parecía emanar siempre más de una madre preocupada que de una estadista cumplidora. Ha sido teatral; pero también lo fue Winston Churchill. Su actuación será muy dificil de seguir.

Anthony Burgess es escritor. Copyright Anthony Burgess.

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