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Tribuna
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Quiosquero

Para los letraheridos de todo el mundo, el Goncourt es probablemente el único premio que premia de verdad. O sea, que no es ni una deuda de juego ni un favor devuelto ni un fondo de pensiones. El Goncourt destila ese cartesianismo práctico de la gran cultura francesa y sus responsables nunca han creído que los buenos paños se vendiera en el arca. Dudan porque existen y cuando dan el nombre del ganador lo hacen tras la lectura de cien novelas que ya están en la calle, que es la mejor biblioteca de la vida. El Goncourt se lo ha llevado este año un progre de 38 años que imparte y reparte literaturas diversas en un quiosco del distrito 19 de París. La imagen del quiosquero Jean Rouaud rodeado de palabras el día después de obtener el premio de algo que a todos los operarios de las letras nos ha de emocionar. Imagino a Jean en su casita de papel dando los buenos días al conciérge y comentando la carrera de Longehamp con el Mohamed que vacía las papeleras. Rouaud no es un escritor afortunado por el premio, sino porque tiene la fortuna de vivir con un ojo en la letra y el otro en la calle. Cada semana cambía el decorado de su estudio y tiene el mundo en sus manos y lo ve pasar en su caverna platónica de frases de colores.El chabolismo ilustrado que practica este escritor demuestra que en la escritura nunca habrá letra pequeña; ha instalado su taller en el principio y el fin de toda la literatura, ahí donde se engendra la vida y donde se metaboliza lo vivido. Debería cundir el ejemplo de Rouaud en países como el nuestro, donde los escritores viven más del oropel que del papel. La Academia sería un confortable geriátrico y los escritores en activo atenderían las peticiones del público con su máquina de escribir en la garita. "¿Qué le pongo?", dirían. Y el público pediría novelas históricas, biografías amables o memorias de lo que han perdido. Bendito Rouaud. Nunca un escritor trabajó desde tan alto.

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