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El mundo, uno o trino

¿A qué interés supremo obedece la batalla del Golfo? Irak asegura que está dispuesto a mantenerse en sus posiciones en Kuwait, y Estados Unidos, que no cejará hasta conseguir, por la fuerza si es necesario, el restablecimiento de la situación anterior a la conquista iraquí del emirato. Dos ejércitos se contemplan a ambos lados de una divisoria de arena y, al menos por la vía política, es toda una guerra lo que ya ha comenzado.Pueden esgrimirse diversas series de razones para justificar el orden de batalla de Occidente: la defensa del derecho internacional violado por Bagdad, la protección de las mayores reservas petroleras mundiales, el mantenimiento de un equilibrio de poder en la zona o su modificación en un sentido más favorable son las más corrientes. Pero, por encima de todo, lo que se halla en tela de juicio es una cuestión de orden estratégico de mucha mayor importancia.

Lo que suceda en el Golfo parece que determinará en qué medida el descalabro comunista en el este de Europa nos arroja a una estructura mundial de dominio unipolar norteamericano, o si, por el contrario, nos hallamos ante una composición geoestratégica mucho más abierta, en la que, siendo Estados Unidos la primera potencia mundial, su margen de maniobra resulte mucho más angosto; si nos hallamos o no, por tanto, en el camino de algún tipo de multipolaridad.

Hay una relativa asimetría en las posiciones de los dos grandes contendientes, Irak y Estados Unidos, que condicionan lo que cada uno pueda entender como triunfo o derrota en el enfrentamiento. El presidente norteamericano, George Bush, ha afirmado repetidamente que nada que no sea la eliminación de los efectos de la conquista iraquí, es decir, la retirada total del emirato, sería aceptable para su país, y no hay razones para dudar de su palabra. El líder de Bagdad, Sadam Husein, por su parte, se ha expresado en términos convergentemente opuestos: Kuwait es ya una provincia anexionada, y nada, en el cielo o en la tierra, podrá alterar esa situación. Sin embargo, aquí median indicios para que dudemos de tanta contundencia.

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Durante las primeras semanas del conflicto menudearon las acciones de mediación más o menos autoproclamadas, como las del rey Hussein de Jordania, la OLP palestina e incluso algunas voces en Arabia Saudí. El denominador común de este sembrado de aperturas oficiosas, cuyo seguro origen estaba en Bagdad, era cierta disposición iraquí a contentarse con mucho menos de lo que se pretendía oficialmente. Es cierto que por la vía de las declaraciones cara al público nunca ha habido el menor atisbo de concesiones, pero ello puede explicarse: porque Bagdad entienda que sólo la huida agresiva hacia adelante sea capaz de debilitar la cohesión para la guerra del frente occidental; y por ello es por lo que una eventual negociación sólo parezca posible una vez establecido el principio de reciprocidad en las concesiones. Esa vía negociadora ha sido, sin embargo, rechazada por Estados Unidos, probablemente porque embarcarse en la misrma podría llevar a que la asimetría de posiciones de partida jugara finalmente a favor de Irak. Ello sería así porque la consolidación incluso de una línea mínima de ventajas territoriales o políticas permitiría a Sadam Husein no ya salvar la cara, sino obtener un gran triunfo en su enfrentamiento con Occidente.

De forma literalmente opuesta, la victoria de Washington, equivalente a un refrendo práctico de que el mundo es unipolar, sólo se puede producir con una renuncia total de Irak a lo obtenido con la invasión. Si, por añadidura, ello comportara la caída del régimen iraquí, la posición de Estados Unidos sería aún más esplendorosa.

¿Cuál parece el interés europeo, definido en filigrana por sus principales líderes, en toda esta tramoya? Más allá de la notable demostración de unidad del mundo occidental, no es difícil percibir ciertas diferencias entre algunas potencias europeas y la Unión Soviética con respecto a Estados Unidos.

Francia, Italia y España tienen una posición confortablemente similar. A las tres potencias, dos mediterráneas y la primera también atlántica, les interesa evitar la guerra, porque, una vez declarada ésta, el beneficiario de la eventual victoria sería sólo Estados Unidos. Es cierto que a medio plazo los perdedores serían todos, occidentales de aquí y de allá, en la medida en que el mundo árabe podría cerrarse como una concha a la influencia del bloque euro-americano, cualquiera que fuese la actitud de los Gobiernos -saudí, egipcio y sirio- que se hubieran prestado a colaborar en la operación. Pero, en el corto plazo, la victoria militar norteamericana barrería toda posibilidad de acción diplomática europea en la zona, que se habría convertido, con todas sus promesas y riesgos inherentes, en un feudo de Washington. Por el contrario, a las citadas potencias europeas les conviene una negociación diplomática, en la que nadie ignora que algo habría que ceder; no sin duda la soberanía del emirato, pero quizá sí la convocatoria de una conferencia internacional sobre Palestina, o el arriendo kuwaití de la isla de Bubiyan a Bagdad, para alejar el espectro de la guerra.

Extraordinariamente similar es la posición de la Unión Soviética. La victoria norteamericana, bien sea por la acción militar o la rendición iraquí ante el embargo, ratificaría lo que ya parece evidente: que Moscú ha dejado de ser un factor fundamental en la ecuación estratégica de Oriente Próximo; pero también aquello que no está tan claro: que Estados Unidos sea el gran poder exclusivo en la zona. De otro lado, una solución diplomática que permitiera a ambas partes sostener que habían obtenido lo esencial de lo que pretendían sólo sería posible reconociendo un protagonismo especial al presidente francés, François Mitterrand, y al soviético, Mijaíl Gorbachov. De esa forma Moscú retendría cierta influencia política en el Golfo, y nadie podría decir que la unipolaridad norteamericana fuera el legatario único del fin del comunismo.

La derrota militar iraquí podría significar, por tanto, no sólo el triunfo de Estados Unidos, sino también el cierre de una importante puerta diplomática para el futuro de una Europa si Dios quiere un día unida.

Washington, evidentemente, no quiere la guerra por la guerra; pese a la existencia de una línea en la Administración norteamericana que cree sólo en la acción militar como medio para resolver el conflicto, la insistencia de Bush en amenazar con el recurso armado muestra hasta qué punto teme, juiciosamente, a esa salida. Estados Unidos preferiría, como cualquiera, la rendición de Bagdad sin tener, que llegar a mayores, aunque terne que eso no garantice la caída de Sadam Husein. Pero, si hay que temer la guerra, no es tanto por las declaraciones amenazadoras de aquí o de allá, que forman parte de la batalla psicológica general, sino porque la naturaleza le tiene horror al vacío.

A la caída del comunismo se produce lo que los norteamericanos llaman una ventana de oportunidad. Y esa oportunidad es la de ocupar totalmente un espacio político que antes estaba más o menos compartido. ¿Podía renunciar Felipe II al Flandes que le había legado la monarquía universal de Carlos V? Aun en el caso de que su Departamento de Estado hubiera llegado a la acertada conclusión de que los Países Bajos eran el desangradero inabarcable de la España imperial, difícilmente el monarca podía ignorar su ventana de oportunidad dinástica. Hoy es verdad que los tiempos son otros y que Estados Unidos ya ha conocido un Flandes menor en Indochina, pero retirarse ante un vacío de poder no ha de ser fácil ni siquiera para la más avisada de las grandes potencias. Y, si para ocupar ese espacio sólo la guerra fuera verosímil, la tentación podría hacerse irresistible.

El enfrentamiento del Golfo se encamina a dirimir si nos hallamos ante el primero o el único de los grandes poderes. Otra cosa sería, como tercamente repite el historiador británico Paul Kennedy, que, habiendo ganado la batalla para ser un día el único, la carga de esa unipolaridad sólo sirva para acelerar el final de un gran periodo hegemónico de la historia norteamericana; que la ilusión de ser el único, que tanto enceló a la monarquía filipina, lleve a Estados Unidos un día a dejar de ser incluso el primero entre sus pares.

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