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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Escuela y protesta

LA PROTESTA de los bachilleres franceses -inicialmente, en demanda de mayor seguridad en los institutos, y, más tarde, de mayores consignaciones presupuestarias- explica en parte la comprensible angustia de estos ciudadanos sobre el horizonte social que les aguarda. Más o menos conscientemente, la protesta pone en cuestión un modelo educativo que propone unos incentivos para sus pupilos que, después, no podrá satisfacer. De forma tradicional, tener estudios era la manera más sencilla de acceder a la élite laboral. Y ello sucedía así porque eran relativamente pocos los que disfrutaban de esta oportunidad. El derecho a la cultura ha hecho que los Gobiernos pudientes hayan democratizado, universalizándola, la escolarízación juvenil. Matricularse ya no es un signo de distínción social o de incipiente salida de la marginalidad. El instituto también cobija esta marginalidad y transmite unos conocimientos, con mayor o menor fortuna por parte del docente, con más o menos provecho para el alumno. Y ahí reside la contradicción de la protesta: la democratización escolar transmite cultura a todos, pero esa cultura ya no es tan rentable como cuando la disfrutaban unos pocos. Un carpintero, aunque sea vocacional, no tiene por qué ignorar que Montaigne existió. Eso no le añade mérito a su oficio, pero sí dimensión a su persona. Con ello se satisface su derecho a la cultura, no su derecho al trabajo. Este nuevo imperio escolar, precisamente por serlo, ya no puede garantizar que un diploma sirva para encontrar trabajo. El beneficio que un bachiller o universitario debe exigir a la institución es la cultura, no un contrato. La oportunidad laboral, que antes se confundía con la obtención del diploma, ahora se desplaza hacia otro momento más impreciso de la vida.Curiosamente, la protesta estudiantil francesa se produce cuando, de acuerdo con un ambicioso programa tendente a garantizar la escolarización general hasta los 18 años, el Gobierno ha incrementado su empeño presupuestario en este sector. El bachillerato está más al alcance de todos, pero ya no es el bachillerato de antes, un pasaporte laboral. Ahí es donde puede producirse un agravio comparativo con algún sector de la enseñanza privada que -protegido por la barrera social de las mensualidades y fiel al viejo concepto de la enseñanza- ajusta más su oferta a los requerimientos del mercado de trabajo. La responsabilidad política estaría entonces no en haber democratizado el acceso escolar, sino en haberlo hecho a costa de su deterioro. Y en un país cuya escuela pública gozó de enorme prestigio hasta fecha reciente. La protesta de los bachilleres franceses es un angustioso y comprensible grito ante la evidencia de que el liceo ya no es el primer peldaño de una homologación social, sino un refugio juvenil -con suerte, cultural- a la espera de una madurez que la sociedad productiva no puede reconocer a todos.

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