Azaña, en Montserrat
El pasado mes de octubre se presentó -al cumplirse medio siglo de la muerte de una persona a la que se podrá tildar de lo que se quiera pero no de no ser un español medular, enamorado de su país y hombre honrado cual el que más- una respetuosa filmación sobre don Manuel Azaña. Y considero que es de justicia mencionar algunos datos relativos a quien fue ministro de la República Española y, después de febrero de 1936 y hasta abril de 1939, presidente de la misma.En 1939-1940, el presidente de México, general Lázaro Cárdenas, llamó a don Luis Quintanilla, diplomático mexicano que había servido en la Embajada de Washington, y le dijo, más o menos: "Don Manuel Azaña y su esposa se hallan en un modesto hotel de Montauban, en Francia. He sabido que no tienen recursos para cubrir los gastos del hotel. Te encarezco que vayas a Montauban y con la más exquisita discreción y con el más delicado tacto veas de cubrir tales gastos sin que don Manuel se entere, porque no lo aceparía en modo alguno. Si usted no desempeña bien su misión, cuídese de mis iras a su regreso...".
El señor Quintanilla, conforme me lo relató de viva palabra en la redacción de la revista mexicana Tiempo, que dirigía don Martín Luis Guzmán -quien fue gran amigo de don Manuel Azaña-, cumplió su cometido a la perfección. Don Manuel falleció en noviembre de 1940 sin saber que el presidente Lazaro Cárdenas había atendido, con el mayor anonimato, aquellos gastos.
Cientos de republicanos españoles exiliados en México pueden atestiguar que doña Dolores de Rivas Cherif, ya viuda de Azaña, vivió en la capital mexicana tejiendo ropa de punto que bondadosas mujeres españolas, también exiliadas, se dedicaban a vender de casa en casa.
Tuve oportunidad de visitar a don Manuel Azaña en 1938 en el monasterio de Montserrat. El matrimonio habitaba en una auténtica celda monacal -puede confirmarse en dicho monasterio, tan respetado siempre por todos-. Quise entrevistarlo. Era yo entonces periodista. Doña Dolores me mostró, a través de una ventana, a su esposo, paseando por un claustro de aquel sobrio centro religioso. Don Manuel iba con los brazos a la espalda, con una chaqueta -creo- de pana, sin corbata, con un chaleco de lana que le llegaba hasta las puntas de la camisa.
No quise interrumpir aquel pasear reflexionando de don Manuel en los finales de la guerra civil. Su señora, silenciosa, lo miraba con profundo respeto, dentro de una gran tristeza. No olvidaré jamás aquella tarde-
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