De lo espiritual y de lo mundano
Bien mirado, el congreso del PSOE viene a ser como unos ejercicios espirituales, un ritual religioso y desde luego hermético: sólo los discursos del comienzo y del fin están abiertos a Prensa y a público. Hoy, segunda jornada de congreso, todos los trabajos son a puerta cerrada: es un día íntimo y sagrado en el que los delegados deberían reflexionar sobre sus culpas. Esta noche es, además, la noche larga; muchos se quedarán trabajando hasta la madrugada, en las comisiones o en el pulido de listas, y el domingo llegarán a la sesión final derrengados, temblorosos de sueño, pero con esa íntima satisfacción que produce la mortificación en toda liturgia que se precie.Entre golpe y golpe de pecho, sin embargo, los socialistas se pasean por el vestíbulo, en donde la Prensa tiburonea y organiza corrillos. "¡Este es el congreso de la apertura!", dicen los críticos, que aseguran que sus ideas han ganado, aunque quizá ellos personalmente salgan perdiendo. "¡Aquí no pasa nada!", dicen todos los demás, resplandecientes de unidad interna y ardiendo en la llama sin fuego del partido. Caben todas las interpretaciones porque Felipe González ha sido, hasta ahora, primorosamente salomónico; meterse, lo que se dice meterse, sólo lo ha hecho con la Prensa. Lo cual tampoco es tan grave: todo ejercicio espiritual busca, en definitiva, la reafirmación de la fe, y no hay como un buen enemigo exterior para unir disidencias y galvanizar a los más tibios. Aunque Solchaga, arrinconado en un corrillo de periodistas, conteste con buen humor: "¡Oh, no, no necesitamos ningún enemigo exterior, nos basta con los que estamos dentro!".
Súbitamente se organiza un gran cisco: los fotógrafos corren, el personal se arremolina. ¿Es una estrella pop, es una actriz de Hollywood, es Maradona? No. Es Alfonso Guerra, que, despacito y dejándose ver, ha hecho su entrada triunfal en el vestíbulo, justo alas 12.30, la hora de mayor afluencia. Las multitudes se abalanzan sobre él: los periodistas, a quienes declara durante 15 minutos lo estupendísimo que es Felipe González, y sus fans del partido, que tanto le aman: "¡Dale un beso por mí, dale un beso por mí!", chilla una enardecida delegada, desde lo alto de la escalera, a una fotógrafa que está más o menos cerca del vicepresidente.
Echa a andar al fin Alfonso Guerra, llevando alrededor una apretada nube de periodistas y admiradores; y así, en gloriosa y solemne procesión, aupado por el amor de los militantes, que le llevan en andas como quien lleva a un santo, el vicepresidente recorre todos los chiringuitos del piso bajo, de la agencia de viajes al mostrador de Solidaridad Internacional (sólo se salta el stand del Banco Popular, dejando al encargado harto contrito), abrazando delegados, recibiendo piropos y firmando autógrafos, y si no besa niños es porque no los hay. Es toda una exhibición de gloria y poderío, el fervor religioso en su apogeo. Eso sí, en un momento dado, entre los besos y los apretujones, Guerra se saca un teléfono del bolsillo y habla con alguien; quizá esté diciendo: "A ése que me lo quiten de la lista y al de más allá que me lo pongan". Porque el señor Guerra sabe bien que hay que cuidarse a la vez de lo espiritual y de lo mundano.
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