Del cuarteto al quinteto
Entre la plétora de magníficos escritores en lengua inglesa que nunca se sintieron o ni tan siquiera fueron ingleses, Lawrence Durrell es sin duda uno de los casos más singulares.Durrel procedía de una familia de implantación colonial que sólo viajaba raramente a la metrópoli, no sintió apego ninguno por Gran Bretaña, un país que según él vivía de las secuelas de la incomprensible, neblinosa y remilgada sociedad victoriana. Optó el escritor por forjarse una patria más luminosa y con fronteras menos rigurosas y precisas, una patria que él ayudó a crear y a definir en la mitología de miles y miles de sus lectores: El Mediterráneo. Corfú, Rodas, Creta, Chipre, Alejandría, Sicilia, el sur de Francia..., es decir los lugares que fueron los escenarios no sólo de su vida sino también de sus obras, de las dos series mayores de sus sinfonías novelísticas y de muchos de sus libros individuales, de sus poemas y reportajes de viajes.
Un mundo mediterráneo
El Cuarteto de Alejandría y el Quinteto de Aviñón son el escenario perfecto de ese mundo mediterráneo ideal que Durrell creó para sí mismo y para goce de sus lectores: una sociedad cosmopolita en un escenario sensual cargado con la simplicidad trágica de un jardín del Edén.
Quizá sólo así podría dar rienda suelta a las dos características que le distinguen como un escritor excepcional: la facilidad de su paleta en la descripción de los escenarios de sus novelas y su insaciable curiosidad por desentrañar las complejidades del comportamiento humano, en especial las concernientes al comportamiento emotivo.
En ambos aspectos era Lawrence Durrell sin embargo deudor de las tradiciones que repudiaba. La belleza algo barroca de su prosa y el exotismo colorista de sus telones de fondo pueden de sus obras hacer pensar en J. Conrad o E. M. Forster; y su afán por analizar de manera pormenorizada las acciones y sentimientos de un grupo reducido de caracteres, muy dentro de las tradiciones del psicoanálisis moderno, no está tan lejos de los personajes de D. H. Lawrence.
En el Cuarteto -Justine (1957), Balthazar (1958), Mountolive (1958) y Clea (1960)- además Durrell supo hacer uso de algunos aspectos derivados del experimentalismo en la historia de la novela moderna. Segmentó con gran habilidad artesanal las unidades de espacio y tiempo, y supo dar a todo el friso esa pátina de atracción y de desconcierto que es el relativismo que propugnaba. La experiencia del lector, llevado de su mano, se ve modificada a cada nuevo volumen o incluso con cada nuevo personaje; aquello que sabemos y conocemos no siempre corresponde a lo que es.
Por descontado la publicación del Cuarteto sintonizó perfectamente con los vientos de libertad y relativización de los predicados sociales de los años sesenta e hizo que los potenciales y limitados lectores cultos de los cuatro volúmenes cediesen terreno ante las multitudes de jóvenes deseosos de una Biblia literaria, sensual y promiscua, inteligente y ambigua, elegante y ascética, y sobre todo laica.
Esoterismo y sensualidad
El Cuarteto de Alejandría logró un público de adeptos y eso mismo fue lo que le dificultó las relaciones con la crítica académica más apoltronada; Lawrence Durrell es uno de los escasos grandes escritores modernos que cuenta con un limitadísimo aparato crítico.
Cuando 15 años más tarde Durrell intentó repetir la experiencia sinfónica con el quinteto -Monsieur (1974), Livia (1978), Constance (1982), Sebastian (1983) y Quinx (1985)- la literatura y el público habían cambiado bastante. Y también Lawrence Durrell. El esoterismo del quinteto como piedra angular en la investigación de los temas eternos de la realización de la persona, de la complejidad de las relaciones amorosas y sensuales, y de la aceptación de la muerte, resulta más forzado aunque el escritor continúe haciendo gala de la misma habilidad técnica.
Recluido en Sommières, Lawrence Durrell se dolía no de su público siempre renovado y siempre creciente, sino de la poca repercusión académica que alcanzaba su obra. Más interesado por el mundo del yoga y de la meditación budista que por la popularidad, hace unos años incluso puso su archivo personal en manos de la empresa londinense Sotheby's para que saliese a subasta: nadie pujó por él.
Las grandes instituciones investidas con poder cultural y poder económico continuaban ignorándole. Lawrence Durrell les pagaba con la misma moneda y lo comentaba con una sonrisa amplia de indiferencia, como una efigie budista situada más allá de todo bien y de todo mal.
Babelia
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