La opacidad fiscal
CUALQUIER REGULARIZACIÓN fiscal que suponga una amnistía total o parcial del dinero negro ha sido categóricamente rechazada esta misma semana por el secretario de Estado de Economía, Pedro Pérez. El sentido común induce a compartir la idea, salvo que se acepte la consecuencia de una generalizada pérdida de fe en el cumplimiento de las obligaciones tributarias vigentes. Las últimas irregularidades descubiertas -las cuentas innominadas y la falsificación de facturas para aumentar las devoluciones por IVA- y el conocimiento de algunos detalles en la forma de proceder de algunas personas físicas y jurídicas para evitar el cumplimiento legal complica cualquier tipo de gracia para los infractores.El presunto fraude de las cuentas innominadas -depósitos bancarios camufiados bajo diversas formas, pero que tienen como característica común que no aparezca el nombre del titular- ha confirmado una vieja sospecha: muchas de las operaciones del llamado dinero negro se apoyan en la existencia de los pagarés del Tesoro, cuya opacidad fiscal no solamente está admitida por Hacienda, sino que en su día propició la primera crisis del Gobierno socialista al oponerse a ella el anterior secretario de Estado de Hacienda, José Víctor Sevilla, que fue destituido. Hace pocos días, el propio ministro de Economía, Carlos Solchaga, expresaba su temor de que los citados pagarés pudieran estar contagiando otros activos, al tiempo que admitía que su función como sistema de financiación barata del déficit público era progresivamente decreciente.
La paradoja que supone la existencia de un dinero negro tolerado por la Administración ha sido puesto de relieve por altos cargos de la Administración y, desde otras instancias, por el presidente de la patronal bancaria, quien señaló que "el Estado no es el interlocutor moral más apropiado para discutir sobre fraude fiscal, puesto que emite pagarés de Tesoro que son fiscalmente opacos". Hasta ahora no había habido un consenso sobre la necesidad de poner fin a una situación atípica y manifiestamente contradictoria: el Estado renuncia de modo expreso a tener información sobre los titulares de los pagarés, pero no les exime de la obligación de declarar sus rendimientos.
Los pagarés del Tesoro nacieron de la búsqueda de una financiación barata del déficit público en la inmensa bolsa del dinero no declarado, garantizando la opacidad a cambio de unos tipos de interés inferiores a los del mercado. Una decisión instrumental que ha contagiado a buena parte del sistema financiero al aparecer como soporte, a veces imprescindible, de otras bolsas de dinero negro.
Por tanto, no se trata sólo de normalizar unos activos existentes en las arcas de las entidades, como ocurría en 1985, sino que también habría que regularizar productos tolerados por el propio Estado. Hay quien plantea una normalización de estos activos con una penalización del 30% de la cantidad oculta; la fórmula se ampliaría a otros depósitos de dinero negro con la propuesta de una nueva emisión, que sería adquirida por todas aquellas personas que tuvieran el propósito de blanquear los recursos de esta naturaleza y que hasta hace poco se encontraban en otros nichos, como eran las primas únicas, las cesiones de crédito o las cuentas innominadas.
Ello supondría un agravio comparativo para quienes año tras año han cumplido escrupulosamente con la legislación fiscal. Vivimos en un sistema democrático, y ello lleva implícito el disfrute de determinados derechos y la obligación de unos muy concretos deberes cívicos. La tributación no es un capricho ni una entelequia: es el soporte de lo que se ha denominado estado de bienestar en su sentido más amplio. Cualquier medida que trate de aliviar las infracciones generando nuevas desigualdades en el comportamiento de los ciudadanos es antidemocrática. Como también lo es la inseguridad jurídica que en materia fiscal se soporta desde hace bastante tiempo sin que se apliquen los correctivos oportunos.
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