¿Qué es lo que nos diferencia del resto de Europa?
El autor reflexiona sobre las causas de la menor riqueza de los españoles en relación con la mayoría de nuestros vecinos europeos. En su opinión, somos más pobres porque empleamos un menor porcentaje de población en edad de trabajar y los trabajadores producen individualmente menor cantidad de bienes.
De vez en cuando es conveniente olvidarse por unos momentos de los problemas económicos que nos acucian día a día (inflación, déficit público, déficit comercial, etcétera) y centrarse en nuestros problemas más profundos y de más largo plazo, aquellos que realmente nos separan del resto de la CEE. En estas breves líneas voy a limitarme a intentar dar una respuesta simple a una pregunta obvia que mucha gente se hace y para la que no encuentra con facilidad una adecuada respuesta económica: ¿por qué somos más pobres (o menos ricos) que buena parte de nuestros vecinos europeos?.El cuadro adjunto nos da una respuesta cuantitativa. Muestra, por un lado, que, efectivamente, nuestro producto interior bruto (PIB) per cápita es aún sólo el 75,6% de la media de la CEE y se sitúa, medido en dólares, muy por debajo del de sus cuatro miembros más relevantes. Por otro lado, indica que, además de ser más pobres, la participación relativa de los salarios y otras rentas en el PIB es inferior y la de los beneficios es mayor que las de nuestros vecinos europeos.
¿A qué se deben estos dos hechos diferenciales? Tal como muestra dicho cuadro obedecen, en primer lugar, a que nuestra productividad es menor que la de dichos países, es decir, que el valor añadido por cada persona empleada, o lo que produce cada persona ocupada en un año, es menor que el de nuestros vecinos. Y, en segundo lugar, a que nuestra tasa de ocupación o de empleo de la población en edad de trabajar es más baja que la de dichos países.
En definitiva, este sencillo cuadro muestra que somos más pobres y además la renta está peor repartida factorialmente porque empleamos un menor porcentaje de nuestra población en edad de trabajar y además las personas que empleamos producen cada una de ellas menor cantidad de bienes y servicios.
Si hoy nuestra tasa de ocupación se situase en la media de la CEE, es decir, en un 40% (en lugar del 31%), y la productividad por persona empleada aumentase en un punto, tendríamos una renta per cápita y un bienestar superiores a los de Italia y Reino Unido y nuestra renta estaría, además, mejor repartida, ya que los salarios tendrían mayor peso en el total de la renta.
Todo esto demuestra que nuestros tres verdaderos problemas son la baja productividad, el paro y la subóptima distribución factorial de la renta. Veamos uno a uno estos problemas.
Productividad
Aunque la productividad por persona ocupada ha ido creciendo a lo largo de los últimos 30 años, su ritmo de crecimiento ha ido cayendo desde incrementos anuales medios del 7% en los años sesenta, al 4% en los setenta y al 2,6% en los ochenta. ¿A qué se debe esa caída del ritmo de crecimiento de la productividad? Parte puede deberse al aumento de los precios de la energía, parte al aumento del empleo pero, probablemente, la causa más importante ha sido el descenso relativo del stock de capital, ya que la inversión ha venido cayendo en términos de PIB hasta hace pocos años.
¿Cómo se mejora la productividad? Tanto para Edward Denison como para Robert Solow, la inversión en tecnología sigue siendo el motor dominante de la productividad y del crecimiento, seguida de la inversión en capital humano, y el progreso técnico producido por ambos tiende a ser mayor cuanto mayor es el ritmo de crecimiento de la inversión en equipo capital. Es decir, si a las personas empleadas se les da más equipo capital, más tecnología y más educación, la productividad será mucho mayor. Y ¿cómo se consigue esto? Sólo hay una vía. Apretándose el cinturón y sacrificándose a corto y medio plazo para mejorar la situación a largo plazo, o, lo que es lo mismo: consumiendo menos para invertir más. Y también trabajando más y mejor, enviando a nuestros hijos más horas al colegio y a la Universidad, exigiendo mayor calidad en la educación, ofreciendo más horas de formación en las empresas y, sobre todo, invirtiendo más en investigación y desarrollo.
Para que esa mayor inversión sea posible hay que ahorrar más, ya que no se puede vivir por mucho tiempo del ahorro extranjero porque se incurre, como en el caso español, en un déficit corriente de balanza de pagos insostenible que al final sólo se resuelve reduciendo el ritmo inversor. Lawrence Summers ha demostrado que existe una alta correlación entre la tasa de ahorro y el crecimiento de la productividad y que las tasas de ahorro son las que determinan las diferencias de productividad entre Estados Unidos, Japón y Alemania.
Desgraciadamente, la tasa de ahorro neto en nuestro país ha caído de una media del 16,7% del producto interior neto durante los años sesenta y setenta a una media del 10% en los ochenta. La caída se ha debido a un lento descenso del ahorro de las familias y a un pronunciado descenso del ahorro del sector público. Sólo en estos tres últimos años se advierte una cierta recuperación del ahorro propiciado por el mayor ritmo de reducción del déficit público y por la mejora del ahorro de las empresas.
¿Cómo mejorar nuestra tasa de ahorro? Lo más eficaz y rápido sería acabar de una vez con nuestro déficit público que aún representa el 15% del ahorro privado total. El ahorro de las familias no sólo se consigue aumentar creando empleo, sino regulando más estrechamente el crédito al consumo y aligerando la fiscalidad del ahorro, a costa de aumentar la del consumo, ya que a pesar de que hoy los tipos de interés nominales y reales son muy elevados, el rendimiento del ahorro, después de impuestos, es, en muchos casos, negativo.
En estos últimos cuatro años se ha conseguido un éxito notable en la creación de empleo, lo que ha permitido reducir la tasa de paro en casi seis puntos. ¿Cómo se puede continuar mejorando el empleo? Por el mismo camino que hasta ahora. Por el lado de la demanda de trabajo, invirtiendo más y creciendo más, como en estos años pasados. Por el lado de la oferta de trabajo, continuando con la mejora de la flexibilidad y de la movilidad laboral y manteniendo la moderación salarial. Como han demostrado recientemente Fernando Ballabriga y César Molinas, la caída del nivel de empleo entre 1975 y 1985 viene explicada, fundamentalmente, por el fuerte crecimiento de los salarios reales y por el menor crecimiento del stock de capital (un mayor stock de capital en contra de lo que, tradicionalmente, piensen algunos, no sólo favorece la poductividad, sino también el empleo).
La moderación salarial es fundamental para romper nuestro tradicional dilema inflación-paro. Más aún si no supone, como en estos últimos años, pérdida de poder adquisitivo. Prueba de ello es que mientras que entre 1977 y 1982 cada punto de reducción de la inflación se consiguió a cambio de un aumento de 1,2 puntos de la tasa de paro, dicha relación inversa comenzó lentamente a reducirse y entre 1986 y 1988 ha sido posible reducir simultánamente las tasas de paro y de inflación. Por el contrario, a lo largo del presente año la falta de moderación salarial ha sido una de las causantes (los beneficios también) de que la inflación aumente y de que el paro empiece a repuntar.
Romper dicho dilema inflación-paro es ahora aún más importante ya que, caminando con rapidez a un sistema de tipos de cambio fijos con nuestros vecinos europeos, los diferenciales de inflación pasan a ser la clave de la competitividad en la CEE y aquel país que tenga menor capacidad para competir crecerá menos y creará menos empleo.
Distribución de la renta
Muchas personas creen, erróneamente, que en estos últimos años de bonanza económica la distribución de la renta ha empeorado en nuestro país. Es verdad que en estos años hemos visto cómo algunas personas se hacían ricas en poco tiempo mientras otras caían en la marginación y la pobreza. Algunas de las primeras, fruto de la especulación financiera e inmobiliaria; gran parte de las segundas, por ser mayores y encontrarse en paro desde hace muchos años (bien por edad, bien por falta de formación), o por ser jóvenes y no tener posibilidad de empleo.
Ahora bien, estos ejemplos, por muy numerosos que sean, no dan suficiente pie para afirmar que la distribución de la renta de la mayoría de los españoles haya empeorado, más aún en un periodo en el que se han creado 1,4 millones de empleos netos y la tasa de paro se ha reducido en un 6%, es decir, en unas 500.000 personas. El crecimiento del empleo ha permitido que los salarios tengan un peso relativo mayor en el total de la renta.
En un país como el nuestro, que se encuentra lejos del pleno empleo, la mejor manera de mejorar la distribución de la renta es creando empleo. De ahí que cualquier intento de política de giro social que consista en dar marcha atrás en la flexibilización alcanzada en el mercado de trabajo, o acabe con la moderación salarial sólo conducirá a un menor crecimiento del empleo.
En suma, las claves reales de nuestra prosperidad en Europa se encuentran en la creación de empleo y el aumento de nuestra productividad y ambas a su vez dependen, en buena medida, del esfuerzo ahorrador e inversor que hagamos ahora y de la moderación del consumo y de las demandas sociales. No perdamos de vista estos objetivos a la hora de diseñar la política económica de los próximos años.
es técnico comercial, economista del Estado y consejero delegado del Banco Pastor.
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