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La política científica

La política científica ha ido adquiriendo progresiva carta de naturaleza como instrumento de política económica y social en virtud de la aceptación mayoritaria de que el progreso científico y técnico es un elemento decisivo para mantener cotas crecientes de progreso. Su desarrollo, que se inició tras la II Guerra Mundial, se ha llevado a cabo gracias a los esfuerzos de dos grandes organismos, Unesco y OCDE, aunque ambas instituciones han conferido a su estudio y fomento su particular sesgo.Fruto de este trabajo ha sido el logro de un consenso que acepta cuatro niveles para el diseño y la puesta en práctica de una política científica y tecnológica. El primer nivel concierne a la planificación y organización; el segundo se refiere a la financiación por objetivos y calidad; el tercero corresponde a la ejecución de la investigación y desarrollo (I+D), y el cuarto, a los servicios.

El gran esfuerzo de política científica en los últimos años se ha centrado en los dos primeros niveles, estableciendo estructuras de coordinación variables según los países, aunque la forma generalmente asumida sea la de un ministerio o una comisión de carácter interdepartamental. Junto a este modelo aparece la figura de un asesor ligado directamente al presidente o primer ministro, complementado con un importante trabajo parlamentario, como es el caso de EE UU y el Reino Unido.

El segundo nivel presenta grandes analogías en la mayoría de los países, e incluso en los grandes bloques -en el liberal y en el hasta hace poco estatal socialista- coexisten organismos financiadores y ejecutores.

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El nivel de ejecución ha sido objeto de menor atención por los teóricos y prácticos de la política científica y técnica, hasta el punto de que se ha abandonado al libre albedrío de los países y se ha dejado llevar de modo decisivo por las tradiciones. Además de las universidades, que son un elemento esencial de producción de ciencia en un contexto pluridisciplinar y no programado, todos los Estados poseen instituciones públicas o semipúblicas para desarrollar investigación. La importancia de estos organismos públicos dedicados a la I+D varía según la vocación política de los países en cuestión y de su tradición científica. En los que la ciencia y la tecnología forman parte de la cultura tradicional -como es el caso de EE UU y el Reino Unido-, no existen organismos públicos de carácter pluridisciplinar. Disponen, sin embargo, de importantes centros de investigación básica dentro de sectores amplios -biomedicina y salud, agricultura y alimentación, oceanografía, espacio- que son amparados por los grandes organismos financiadores. Una situación análoga se da en los países nórdicos.

En los países de tradición científica intermedia, que se refleja en la relativa capacidad investigadora de las universidades, y que corresponden fundamentalmeilte a la Europa occidental o comunitaria, existen organismos públicos de carácter pluridisciplinar dedicados al cultivo de la investigación básica o la investigación precompetitiva -antes del secreto industrial-. Tal es el caso del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS) en Francia, el Consiglio Nazionale delle Ricerche (CNR) en Italia y la Fundación Max Planck en la República Federal de Alemania. En los países de la Europa central y del este, regidos hasta hace poco por Gobiernos totalitarios socialistas, han predominado las academias, organismos gigantescos que llevaban a cabo tareas propias de primero, segundo y tercer nivel mencionados anteriormente, ya que en ellos las universidades asumían el papel formativo profesional de modo predominante.

Todos estos organismos públicos, sean sectoriales básicos o pluridi sciplin arios, poseen, sin embargo, un carácter similar, o al menos una vocación común: la de ser centros de excelencia u organismos de referencia para servir de apoyo a la investigación universitaria, al tiempo que contribuyen al desarrollo científico y técnico de los diferentes Estados.

Para alcanzar esos objetivos, los organismos han tratado de dotarse de los estatutos más apropiados, pero la consecución de éstos no es fácil y está ligada a la mayor o menor sensibilidad de la sociedad respecto a los temas de I+D. Actualmente, esta situación está sujeta a un proceso de revisión y de reflexión a escala internacional. En cualquier caso, parece claro que en todos los países se reconoce la necesidad de disponer de organismos públicos de I+D, necesidad que se complementa con la imprescindible reflexión respecto a su mejor ordenación.

La carencia de una política científica en España ha sido tradicional y denunciada en múltiples ocasiones, aunque la situación ha cambiado a partir de 1980.

Los esfuerzos realizados, reconocidos hoy día internacionalmente, han permitido al sistema dotarse de unos órganos de coordinación y planificación, junto a unos mecanismos de atribución de recursos, que se pueden comparar a los de los países más desarrollados. Hoy en día, los niveles primero y segundo de política científica en España son asimilables, por ejemplo, a los de Alemania, probablemente el país mejor estructurado al respecto. La única salvedad es que en la RFA existe un Ministerio de Ciencia y Tecnología, y en España, una comisión interministerial, quizá como reflejo de la diferente tradición e importancia de la I+D en ambos países.

En cambio, hay notables diferencias en lo que concierne al nivel de ejecución. El camino abierto por la ley de la ciencia en su título II está revelando carencias como consecuencia de que las propuestas allí formuladas no fueron objeto de la lógica reflexión o, simplemente, por la cierta ingenuidad que supuso confiar en que las condiciones establecidas iban a ser operativas. En realidad, los organismos autónomos parecen condenados a la inoperancia en la actual ordenación administrativa española.

España necesita un sector público ejecutor de la I+D, potente, creativo y flexible, y para ello es preciso que exista un organismo pluridisciplinar como el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, una institución capaz de abordar los retos transdisciplínanios que suponen las tecnologías emergentes o los grandes desafíos sociales, desde la salud hasta el medio ambiente, responsable de la reflexión que permita identificar nuevas áreas estratégicas para la I+D, eficaz en la colaboración con la universidad y las empresas, operativo en la coordinación de la política estatal en I+D con la de las autonomías, dinámico y sensible ante la cooperación internacional.

Junto a ello, los organismos sectoriales deben constituirse en el elemento decisivo para que las empresas de los respectivos ámbitos productivos puedan alcanzar y mantener un adecuado nivel de desarrollo y de prestación de servicios. No tiene que existir solapamiento entre los distintos organismos públicos, sino, por el contrario, cooperación entre ellos, tanto en lo que respecta a programas y proyectos como en lo que se refiere a recursos humanos, con la adecuada movilidad del personal destinado en función de su capacidad y de la adecuación de la misma al interés y a los objetivos de cada organismo.

Ésta es una parte importante del reto de competitividad que debe afrontar la sociedad española; sociedad y Administración tienen la palabra, porque la investigación no puede entenderse alejada del concepto de servicio público.

Emilio Muñoz es presidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

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