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Un mito de nuestro tiempo

Setenta y dos años son pocos para consumir una vida, a menos que esa vida no haya sido un puro llamear. Entonces, suele decirse que las vidas se queman y, en el caso de Leonard Bernstein, el incendio al igual que en los bosques comenzó por diversos puntos. Incendio vital que se alió, inseparablemente, del artístico en una múltiple dedicación: piano, composición, pedagogía, dirección, cine, televisión, teatro y, por si fuera poco, sociedad. El director gozó de la admiración y hasta del mimo de su entorno social mientras se convertía, frente al mundo, en uno de los mitos de nuestro tiempo. Discípulo y colaborador en plena juventud de dos tan admirables maestros como fueron Fritz Reiner y Serge Koussevitzki, a través de ellos alimentó Bernstein el evidente fenómeno de un europeísmo norteamericanizado cuyos datos principales son: el imperio del ritmo, el cuidado casi industrial del detalle, la brillantez sonora, la potencia vital y el eclecticismo del repertorio.Pisó fuerte no sólo en el Metropolitan, sino también en la Scala o la Opera de Viena con versiones de Medea, Sonámbula, Bohème o Carmen que se recuerdan siempre, y su Mahler fue aplaudido por los más iniciados en la seudorreligión del autor de La canción de la tierra.

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Al mismo tiempo, descubría a todos la Segunda sinfonía, de Ives, o la Turangalila, de Messiaen. Junto al importante legado discográfico, nos deja Bernstein la expresión de sus ideas en tres volúmenes de títulos significativos: La alegría de la música (1954), La infinita variedad de la música (1959) y La pregunta sin respuesta (1976).

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