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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Mayordomías

RECUERDA LA prensa británica que el primer ministro conservador lord Balfour aseguraba estar más dispuesto a seguir los consejos de su mayordomo que los del congreso anual de su partido. Esta ocurrencia ha dejado de ser impertinente: hace tiempo que en el Reino Unido los congresos de partido eludieron lo programático, para convertirse en festejos de propaganda electoral difundida gratuitamente por televisión.Igual que la semana anterior los laboristas se habían reunido en Blackpool para afilar sus armas ante los comicios generales que se avecinan -e intentar no ser derrotados por cuarta vez consecutiva-, a lo largo de la presente se ha celebrado en Bournemouth, con la misma intención, el congreso del Partido Conservador que lidera la primera ministra Thatcher.

La jefa del Gobierno no tiene por qué convocar elecciones hasta junio de 1992. El adelanto solamente depende de su nivel de popularidad. Actualmente, los conservadores van a la zaga de los laboristas en las intenciones de voto; la diferencia es de siete puntos, tal vez insuficiente para asegurar un triunfo de Neil Kinnock, pero, sin duda, excesiva para que Thatcher se arriesgue. Lo que es más, las encuestas revelan que, por primera vez en 11 años, la líder conservadora es menos popular que su partido, por lo que éste, de acudir a una consulta sin ser encabezado por ella, obtendría mejores resultados. ¿Serán en junio de 1991 o en junio de 1992? Hay defensores para cualquiera de las dos fechas. Lo único claro, sin embargo, es que, diga lo que diga el congreso, sólo Margaret Thatcher tiene la última palabra. Y si de algo le vale el apelativo de dama de hierro, no será la convención de su partido la que decida quién encabezará entonces la candidatura conservadora.

En los últimos meses, y especialmente desde la revuelta callejera a que condujo en la primavera pasada la instauración del poll-tax -el nuevo impuesto municipal-, la imagen de la primera ministra británica se ha deteriorado visiblemente. Las encuestas entre sus propios votantes indican que si, ciertamente, la primera ministra había conquistado la adhesión de la mayoría gracias a su firmeza y seriedad, ahora es picusada de destemplanza y rigidez. Su tradicional pragmatismo es interpretado hoy como poco respeto por la promesa dada. La dura medicina de la política económica enmascararía, a ojos de sus reticentes seguidores, la exclusiva preocupación por el interés de los ricos. Y así, la Margaret Thatcher que, por ser mujer, universitaria y de origen modesto, no sólo habría representado el triunfo y la esperanza de las clases medias sino que, precisamente por ello, habría sido -según sugiere Jeremy Paxman en su libro ¿Quién manda en Gran Bretaña?- la única capaz de romper la dominación del establishment tradicional, comienza a ver que su proyecto resiste mal el paso del tiempo.

Es sintomático que la convención de Bournemouth se inaugurara el martes pasado sin que hubiera sido corregido el citado descalabro en la intencionalidad del voto, pese a las decisiones gubernamentales adoptadas: por una parte, la firmeza del Gobierno en el envío de su Ejército al Golfo; esta clase de gestos, como ocurrió con ocasión de la guerra de las Malvinas en 1982, tiene enorme atractivo para los sentimientos nacionalistas de todo un estamento social. Por otra parte, la decisión de incorporar la libra al Sistema Monetario Europeo, tomada justo antes del comienzo del congreso, habría privado a los laboristas de un arma importante, a la vez que habría restablecido las credenciales europeas de la primera ministra. Finalmente, la rebaja de la tasa de interés en un punto, aun cuando netamente insuficiente para sacar a la maltrecha economía británica de la recesión, es un paso en la buena dirección. Pero es también sintomático que para ninguna de las tres cosas se contara con la opinión del congreso de Bournemouth.

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