_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Redención de cautivos

La redención de cautivos suele tener buena prensa. Me refiero al cautivo inocente, no al que lo es como justo castigo a su perversidad, establecido por la autoridad competente. En estos casos, la opinión está más dividida.El cautivo inocente provoca la simpatía de la gente de buenos sentimientos, que suele ser bastante numerosa, habida cuenta sobre todo de que los buenos sentimientos cuestan poco, y encima son fuente de autoestimación placentera. La mejor manera de dar cumplida satisfacción al buen sentimiento será que el cautivo deje de serlo, es decir, liberarlo. Cuando un cautivo se redime todos nos sentimos satisfechos, y mas que nadie el propio interesado, que `9 vuelve a la condición de hombre libre (pero también de ex cautivo, ya que el cautiverio, como se sabe, suele dejar alguna huella, si no marca profunda, en quien sufrió tal condición).. Parece que, como consecuencia de lo anterior, será criterio seguro de conducta moral el de que lo que se haga para líberar cautivos, bien hecho estará, "venga de donde víniere". Sin embargo, los criterios que hacen una conducta moralmente aceptable no son tan sencillos.

El cautivo lo es, o llega a serlo, porque, de un modo u otro, sirve para satisfacer un interés de] cautivador: el interés puede ser el estético de la contemplación de la belleza del cautivo, o el intelectual del disfrute exclusivo de su sabiduría, o el material de la utilización de su fuerza de trabajo, o de sus aptitudes bélicas, o de su valor de cambio en el mercado, o de su valor de cambio en la lucha por el poder.

El cautivo es una persona transformada, por la fuerza, en instrumento de la satisfacción de un interés ajeno, el de su cautivador. Es, casi siempre, un rehén. Ya se comprende entonces que eso de que lo bueno es liberar a los rehenes, sea como sea, puede resultar menos claro desde el punto de vista moral. Porque es evidente que el mejor procedimiento, el más directo y obvio, para redimir al cautivo es dar satisfacción al interés quedetermina su mantenimiento en cautividad; es decir, pagar, redimir en dinero o favores, o, lo que es lo mismo, aceptar que el cautivo es una mercancía y comprarlo, para, simultáneamente, manumitirlo y devolverlo al universo de los hombres libres.

No cabe duda de que el procedimiento es excelente para el cautivo, pues se le restablece en la condición de que abusivamente fue privado. Pero, por otro lado, es evidente que el cautivador consigue su objetivo, satisface su interés, y pueden suceder dos cosas: una, queel precio pagado sea desproporcionado en el sentido de que, en sí, produce mayor mal que el que, con su entrega, se remedia, como cuando la liberación de una persona se consigue mediante la ejecución de otra que así interese al cautivador. No parece que en tales supuestos la rectitud moral de la conducta liberadora pueda defenderse sin más.

Puede suceder, también, que ese precio no sea en sí mismo constitutivo de un mal mayor que el que se pretende remediar. Pero, en tal supuesto, el cautivador puede dar en pensar que ha descubierto la base de una lucrativa industria; se repite el procedimiento, y más dinero, o más poder, acabarán acumulándose en tan agudo sujeto. Eso sí, para el cautivo liberado, la cosa va muy bien; se ha liberado y con él lo celebramos. Lo mismo se puede decir de sus próximos parientes y allegados; incluso de sus paisanos o de gente más lejana. Pero no es tan seguro que no se esté creando el soporte para una forma de relación social basada en la fuerza y no en el derecho, que siempre es algo mejor que la pura fuerza, aunque el derecho tienda a reflejar los puntos de vista de los más fuertes. Parece razonable tratar de proteger a los ciudadanos de la presión de los extorsionadores.

Puede pensarse que la conciencia de cada cual determinará, a la vista del cuadro que en cada momento se'presente, la legitimidad moral de su intervención humanitaria en pro del cautivo. Pero eso no basta; habrá de tenerse en cuenta el interés de los cautivos aún no liberados y el interés general, el del resto de los ciudadanos en evitar la plaga de los secuestros, y este interés general estará definido por la opinión pública y por quien tiene confiada la defensa de ese interés, la organización política de esa sociedad, el Estado o la comunidad internacional de Estados. También es cierto.que los responsables de esas organizaciones pueden hacer y decir estupideces, pero eso no cambia la raíz del problema.

Y el Estado no siempre reacciona igual. Tampoco la socledad. En el siglo XVI, cuando en los reinos españoles había un monarca tenido por muchos como modelo de autócratas, los secuestros de los llamados piratas berberiscos, que lo eran con un soporte político de- cierta legitimidad, eran una verdadera plaga. Pero los frailes mercedarios y trinitarios andaban por ahí buscando dinero de los familiares y de la gente en general, con objeto de realizar su función redentora mediante el pago de rescate. Y no cabía duda de que ese pago contribuía a mantener la próspera industria, que duró, con altibajos, siglos. Pero el interés concreto de la liberación prevalecía sobre el interés general de no fomento del ¡lícito negocio. Y de ello se benefició, por ejemplo, el que resultó ser el más ilustre de los cautivos por haber llegado a ser el más ilustre de los escrito'res; y, con él, todos los que después hemos podido leer El Quijote. Era, en fin, una prueba de realismo político: el Estado, que no podía acabar con la plaga, permitía los caritativos parches.

El intermediario está ahora, en ocasiones, peor visto: algunos han venido a tener que vérselas, recientemente, con la justicia, en virtud de un criterio de distinción entre los que han cobrado su trabajo y los que lo han hecho gratis, criterio que no acabo de entender, ni como fijación de la raya de separación entre lo bueno y lo malo ni entre lo legal e ¡legal, pero que, sin duda, tendrá fundamentos que no conozco en su total hondura. Pero también son cuestiones cambiantes. No he analizado los datos históricos como para comprobar si mercedarios y trinitarios cobraban comisión. Pero pienso que si se dedicaban a esa función tendrían que recial menos, de sus clientes lo necesario para su sustento y desplazamiento en viajes largos, inciertos y de alto riesgo.

Pudo suceder que el fraile mercedario estuviera en algún caso con el caritativo trato casi cerrado en cualquier lugar de la costa de Berbería , y que el trato se estropeara por el enfado del secuestrador, conocedor de que

Pasa a la página siguiente

Jaime García Moveros es catedrático de Hacienda de la Universidad de Sevilla.

Redención de cautivos

Viene de la página anteriordon Felipe, el rey, había organizado una gran flota, con el Papa y los venecianos, para ir a bajarle los humos al turco amparador del secuestrador, o, simplemente, porque hubiera llegado a sus oídos la opinión del presidente del Consejo de Castilla, según el cual el bajá secuestrador era un ser desvergonzado que sacaba oro de la pura extorsión. Lo que ya no es tan probable es que el fraile mercedario se pusiera a predicar la inoportunidad de don Felipe y la estupidez del presidente del Consejo de Castilla, que con su irresponsable conducta iban a dejar en Berbería a inocentes sujetos que estaban a punto de partir. Los frailes conocían la dureza de su caritativo oficio y debían saber que la mejor manera de acabar con los secuestros es la de que los secuestradores cambien el suyo, por la buenas o por las malas, mucho más eficaz cuando es posible, que asegurarles el éxito de su tenebroso comercio.

Pero he aquí que un buen día, no hace mucho, un sujeto decidió secuestrar a unos miles de ciudadanos inocentes de diversos países con el fin de extorsionar a los responsables de los correspondientes Estados en orden a la obtención de ventajas ilegales de diverso tipo, y, en concreto, el pacífico disfrute de lo robado con violencia. De aquí que el secuestrador comenzó a sacar tajada de su extorsión casi desde el primer momento, canjeando rehenes por sonrisas y gestos de comprensión de gente decente, procurando dividir el frente común de los Estados afectados por los secuestros, generando, cada vez que soltaba, con su medido cuentagotas, un rehén la idea de su humanitaria bondad y generosidad, una especie de síndrome de Estocolmo colectivo.

Porque, por una vez, los Estados están en lo cierto; no negociamos ni hablamos mientras no suelte a todos los rehenes. Y la política de la recuperación del rehén aislado puede perjudicar el objetivo de la redención global de todos ellos; se ha optado por la solución más difícil, pero más eficaz con vistas al futuro; el secuestrador tiene que dejar de serlo, y en ello estamos. No se está siguiendo una política contraria a los intereses de los rehenes, aunque esa política tiene sus riesgos para los rehenes en su globalidad, no menores, sin embargo, que los que puede producir, con tan peligroso sujeto, cualquier otra política, como la de apaciguamiento. ¿O es que ante un caso así no resulta defendible un principio de solidaridad que afectó a los Estados y a los rehenes?

A pesar de todo, el Estado tolera que ciudadanos privados, a título privado, realicen gestiones privadas para que sean liberados, al margen de la política global, algunos rehenes en particular. Por razones humanitarias, el Estado cierra los Ojos y permite que se intente, por esas vías, la liberación de algunos más próximos a los ciudadanos que por su cuenta y razón se meten a redentores. Existe el riesgo de que los otros Estados coaligados se escamen por esta quiebra de la solidaridad global, y más aún si se tiene en cuenta que algunos de los ciudadanos privados desempeñan notorias funciones públicas, aunque, desde luego, no sean representantes oficiales. Pero, en fin, también los Estados coaligados sabrán comprender, porque los sentimientos humanitarios no son, seguramente, patrimonio exclusivo de nuestros gobernantes.

Pero lo que tiene que quedar bien claro para esos ciudadanos que actúan a título privado, para los periodistas que les acompañan y para el público en general, es que los resultados positivos que obtengan, el goteo del que puedan beneficiarse, lo son a cambio de entrar por la lógica de la extorsión. Se trata de hacer algo que le conviene al secuestrador, que, a cambio, accede a abrir alguna jaula, el pago, aquí no parece que vaya a ser en dinero, ni en poder, ni en oraciones; pero sí, al menos, en propaganda, en imagen positiva del secuestrador, que, paradójicamente, siendo el exclusivo autor del acto inhumano, puede así adornarlo, ante los suyos y ante el mundo, con un rasgo humanitario, prueba, además, de su flexibilidad, pragmatismo, capacidad de comprensión, etcétera, etcétera. Y eso, si no hay otras compensaciones más sustanciales, y hasta tal punto es así, que la actuación de los mediadores ni siquiera es pensable sin el beneplácito del secuestrador; así sucedía también, en tiempos, con los frailes mercedarios.

Habría un supuesto en que no sería así: si los ciudadanos privados, tocados de divina inspiración, lograran la conversión del secuestrador, en cuyo caso los beneficiados no serían sólo los amigos y paisanos de los ciudadanos privados, sino todos los rehenes; ninguna posibilidad debe ser excluida, pero tampow conviene entusiasmarse con remotas esperanzas, para qué nos vamos a engañar.

Queda un detalle de cierto interés. Otra forma de entrar en la lógica del secuestrador, no incompatible con la de darle satisfacción, es la obtención de ventaja por- parte del mediador-redentor, porque también éste, en tal caso, se aprovecha del cautivo, aunque sea cautivo ajeno. No veo ningún motivo, en el caso presente, para pensar tal cosa de ninguno de los mediadores. Pero no podría decir lo mismo de los amigos políticos de algunos de ellos y de los medios que difunden sus hazañas. Con esto del terrorismo es frecuente caer en la tentación de la capitalización política del muerto o del secuestrado. Durante años, sentado en un escaño, hube de oír una y otra vez cómo ciertos políticos trataban de rentabilizar a los asesinados de ETA, clamando contra la ductilidad del Gobierno. Ahora, otros parece que pretenden el mismo rédito, pero basándose, en este caso, en la dureza del Gobierno. Y existen otras muchas posibilidades y tentaciones en esta actitud, al fin y al cabo, carroñera. Cualquiera que sea el resultado que obtengan los mediadores, la transformación en granjería política de la desgracia y del crimen ajeno me sigue pareciendo repugnante.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_