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El actor es él

Juan Cruz

Alfonso Guerra tuvo al público entregado en Carmona. Lo tuvo por la calle, cuando se dio un baño de multitud después de descubrir la placa que recuerda a Besteiro en la plaza del pueblo en cuya cárcel murió el socialista que en 1939 trató en vano de reconciliar a los españoles. Los de Carmona siguieron a Guerra hasta el teatro Cerezo como al flautista de Hamelín, con una fe ciega que a veces prorrumpio en gritos: casi siempre "¡Alfonso, Alfonso!", pero mucho menos "¡Guerra, Guerra!". El teatro, que estaba lleno, era un clamor. En pleno mitin fue el Guerra de las ocasiones públicas: cuando no es el orador, habla con el que tiene al lado, se limpia las gafas delicadamente, y de vez en cuando mira al público con los ojos muy grandes, como si cogiera en falta a alguno.Cuando le toca el turno, adopta el aire que mejor conviene a la ocasión. En Carmona lo tuvo fácil: él mismo anunció que hablaría como lo hubiera hecho Besteiro, y así estuvo, conciliador y tranquilo, como si hubiera acabado una guerra. Tuvo momentos picudos, que el auditorio ovacionó, como cuando nombró a Felipe González, o cuando aludió a los agravios que sufre: será, dijo, el primer beneficiario de la ley contra el infundio periodístico. Pero avisó desde el principio que la gente no debía pasarse en la ovación: con cuatro palabras que midió muy bien dijo a su auditorio nada más empezar: "No me aplaudáis, no me aplaudáis, que los nuevos inquisidores os lo van a reprochar". La gente no le hizo caso. Entonces fue más claro: "Los que han venido al mitin al olor de la sangre pueden enfundar los bolígrafos. No voy a dar alimento a las fieras". No lo dio, o lo dio en dosis muy medidas. Hablando parecía un Besteiro en busca de tranquilidad al principio del otoño. De vez en cuando se sabía que no era Besteiro, pero si Guerra hubiera sido un actor en el escenario del teatro Cerezo habría parecido al mismo tiempo Besteiro y Guerra.

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