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47º FESTIVAL DE VENECIA

Jane Campion devuelve el buen cine con la biografía de la poetisa neozelandesa Janet Frame

ÁNGEL FERNÁNDEZ-SANTOS ENVIADO ESPECIAL De nuevo, como hace unos días ocurrió con la película malaya El muro, las ignoradas antípodas del planeta están dando lecciones a este famoso ombligo cinematográfico occidental. Un ángel en mi mesa es obra de una cineasta neozelandesa casi desconocida (no tiene más antecedente que Sweetie, un filme experimental que ganó en Cannes hace dos años el Premio Georges Sadoul) llamada Jane Campion. Es una bella obra llena de talento y ternura que cuenta la vida de la poetisa Janet Frame, también de Nueva Zelanda e igualmente casi desconocida aquí. Completó el día el corto, duro, pesimista e interesante filme búlgaro El único testigo, dirigido por Mijaíl Pandurski, otro desconocido provisional.

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"Sentí el deber de dar a conocer a Janet Frame"

La narradora y poetisa Janet Frame nació en 1924 y vivió su infancia en una pobre región rural de Nueva Zelanda. Fue una niña poco afortunada físicamente y de una timidez enfermiza que creció aislada, circunstancia que le hizo vivir prematuramente una intensa experiencia de la soledad y, derivada de ella, una singular disposición para la composición de poemas y relatos que le permitió obtener una beca para realizar estudios universitarios y salir así del cerrado mundo campesino donde parecía condenada a vivir y morir.Es, al parecer, una escritora de creciente celebridad en su país, sobre todo a raíz de la publicación en 1987 de un libro autobiográfico en el que, con desarmante sinceridad, narra su perturbadora y realmente atroz niñez y adolescencia. Era tanta y tan insalvable su timidez que sus tutores universitarios la enviaron a un hospital psiquiátrico, donde los médicos le diagnosticaron erróneamente un proceso irreversible de esquizofrema. Llegó a sufrir infinidad de electrochoques y una amenaza de lobotomía que pudo sortear gracias a un azar.

Huida a Europa

Después de ocho años en el manicomio, Janet Frame fue enviada provisionalmente a su casa, y allí encontró la manera de huir a Europa. Pasó una temporada en Londres y después vivió en España, donde se hizo mujer y encontró su definitivo camino como poetisa y narradora. Y con este equipaje simple y atroz retornó, hacia 1960, al otro lado del planeta y contó su vida en un libro por todos los síntomas, estremecedor.

Jane Campion leyó el libro, quedó admirada y realizó sobre él un filme reverencial, enamorado, que es el anuncio de una gran cineasta de talla universal. Tras su experiencia formativa de Sweetie, agarrotado cine sobre cine, Jane Campion ha soltado las amarras que la ataban a las filmotecas y ha mirado de frente a la vida.

Eso es su filme: un jirón de vida, de vida humana en carne viva. Dice Jane Campion de Un ángel en mi mesa que es un filme "no sólo sobre la vida, sino sobre la búsqueda del sentido de la vida". Es exacto. Nada que añadir, salvo que hay en él una desarmante delicadeza, una infrecuente sensibilidad. Siendo un relato sobre la formación de una vocación literaria, nada hay en él de literatura: hay puro cine y una apoteosis de imágenes, en especial durante la primera hora de su metraje, que abarca la niñez y primera adolescencia de Janet Frame.

Ni un solo engaño con la cámara, ni un rastro de concesión al melodrama -pese a que el argumento lleva dentro una fuerte carga de situaciones melodramáticas-, y en cambio, derroches de amor por lo que esas bellísimas imágenes, casi iconos míticos, tienen de canto, desde la infelicidad a la felicidad, desde la opresión a la libertad, desde el umbral de la muerte al conmovedor suceso de la vida.

Película de una mujer sobre una mujer, Un ángel en mi mesa es un trabajo inimaginable procedente de otras manos y de otros ojos que no sean los de Janet Frame y Jane Campion: mujeres.

Estalinismo

Lo contrario que El único testigo, filme un tanto insólito obra del búlgaro Mijaíl Pandurski de una hora de duración, escueto y lúgubre, obra de un hombre y sobre hombres a la deriva en un infierno social y político creado por ellos y del que ahora son víctimas.

Lastrado por incursiones inútiles en un formalismo excesivamente abstracto, lo que le hace duro de digerir, El único testigo se hace perdonar estos errores por el coraje de su visión de los entresijos de la descomposición del régimen estalinista en Bulgaria, y tiene por ello un incontestable valor de documento histórico profundo, de intrahistoria de una catástrofe colectiva encarnada en unos caracteres, en unos individuos atrapados por un atolladero humano irremediable.

El buen cine, nuevamente desde el trasero del mundo, ha vuelto a este opulento y estéril escaparate occidental.

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