Modesta proposición
Hace ya un puñado de años, a raíz del famoso apagón de Nueva York, que pude seguir con unas horas de retraso gracias a mi televisor, redacté una Modesta proposición a los príncipes de nuestra sociedad de consumo en la que invitaba a las autoridades de la metrópoli norteamericana a una institucionalización, en apariencia fortuita, del mismo. Las escenas de pillaje callejeras -el asalto de almacenes y tiendas, llenos de bienes y artículos tentadores pero de precios prohibitivos, por una muchedumbre jubilosa de negros, hispanos y blancos pobres entregada a una efímera y frenética orgía consumista- convertían el suceso en una especie de Navidad o Día de Reyes de los marginados, y los integraba de golpe en un sistema del que se sentían inexorablemente excluidos: programar el rito de breves apagones esporádicos por medio de un ordenador ultrasecreto o conforme al azar de un juego de lotería, como esas fiestas medievales en las que se deponía a los reyes y se autorizaba pasajeramente lo vedado, ¿no sería quizá la mejor manera de corregir, durante un corto lapso, las desigualdades brutales de la sociedad y de fortalecer ésta, ofreciendo una válvula de escape a las frustraciones de millones de individuos? Pese a la racionalidad del esquema, mi propuesta no fue escuchada, con el resultado previsible de prolongar un statuo quo de fachada, pero cada vez más precario. en virtud del aumento amenazador de los guetos y la gran masa de parias de la magnética y voraz sociedad de consumo.En la medida en que no me dirijo esta vez a unos poderes nebulosos y lejanos, sino al selecto grupo de compatriotas que dirigen el Gobierno de nuestro país en el campo de la política y la economía, como en que mis sugerencias, fundadas en el buen deseo de incrementar el bienestar público, no sean descartadas a la ligera. Vayamos directamente al grano: la campaña de prensa violenta y sin tregua orquestada desde hace meses en tomo al enriquecimiento y presuntas acciones ¡legales de Juan Guerra y, con menor estrépito, a la conducta y actividades de Naseiro, Palop y el consejero Prenafeta, me parece no sólo injusta, sino también en contradicción completa con los principios e ideales que rigen el desarrollo actual de la sociedad española. Después de nuestra conversión tardía, pero espectacular y masiva, a los valores crematísticos y a un espíritu competitivo sin trabas, del culto de latría al Éxito y la adoración entreverada de envidia a los dioses y diosas que lo encarnan, la manipulación politiquera y zafia de los hechos y hazañas de los denunciados en nombre de unos preceptos anacrónicos -¿no ha dado acaso razón el curso de la civilización técnico-industrial al poderoso caballero es don Dinero, y eliminado los residuos de la condena evangélica incorporados por el catolicismo que frenaron el desenvolvimiento de la burguesía y ocasionaron nuestro retraso histórico apenas colmado?-, tanto más cuanto no han calado aún, en unas costumbres y prácticas sociales propias de un capitalismo de acumulación primitiva, aquellos elementos compensatorios de austeridad y modestia de la cultura protestante, no se compadece en absoluto con nuestra experiencia cotidiana. En un país en donde la veneración a menudo rencorosa a los ídolos que aparecen semanalmente en las portadas de las revistas de actualidad-abarca todos los medios y reemplaza en nuestras vidas a la prodigada antes por nuestros padres y abuelos a las Vírgenes y santos, el rasgarse las vestiduras por el comportamiento arriesgado de unos cuantos aprendices y extasiarse ante el de sus modelos revela una buena dosis de cinismo e hipocresía. Querer acceder a la vida gloriosa de los moradores del Olimpo, ¿constituye un delito? Buscar la manera de medrar, enriquecerse o ayudar a un clan o partido político sin pararse en pelillos ni tiquismiquis legales, ¿no es algo perfectamente respetable y normal en el mundo en el que vivimos? El espíritu de iniciativa, ingeniosidad y tesón de que han dado muestra quienes ocupan hoy arbitrariamente el banquillo de los acusados, ¿no son legítimos y dignos de aplauso? Leamos atentamente los hechos y palabras referidos por los diarios tocante a su supuesta actividad delictiva, y nos invadirá al punto un sentimiento de admiración: ¡qué derroche de energía, destreza, talento! ¡Qué voluntad de triunfar! ¡Qué temperamento creativo y audaz! ¡Qué sano e inspirado ideal de progreso! ¿Las virtudes privadas pueden transformarse en vicios públicos? La lógica del ámbito en que nos movemos, en el que la estimulante tangibilidad del fin justifica los medios, nos dice que no: que los actos que les imputan, aunque aparentemente censurables desde una perspectiva ética anticuada y rancia, no lo son en el marco de la dinámica de nuevos ricos, nuevos libres y nuevos europeos de la actual y boyante sociedad hispana. Lejos de ser acreedores al castigo, merecen comprensión, simpatía y -¿por qué no?- recompensa.
En corto y por derecho: si estas personas expuestas como reos a la vindicta pública han dado tantas pruebas de inventiva, eficacia y empeño al servicio de sus propios intereses o de los de los grupos políticos en los que militan, ¿por qué no aprovecharlos en pro del bien público, en vez de dejarlos circunscritos a la esfera privada o, peor aún, en barbecho? Las ventajas obtenidas por su utilización a escala nacional serían a todas luces inestimables. En vez de las humildes previsiones de crecimiento anual de la renta per cápita en un 3,4%, los españoles podríamos disfrutar tal vez de un enjundioso 200%, ¡quién sabe si de un mirífico 2.000%! Nuestro tren de vida aumentaría vertiginosamente: las posibilidades más remotas de felicidad material -fines de semana en las Bahamas, acompañante rubia, automóvil americano descapotable- se arrimarían a nosotros y se pondrían, como quien dice, al alcance de la mano. ¿Un sueño? No. Una posibilidad real, bien real. Bastaría para ello con confiar el timón de nuestra economía al señor Juan Guerra, el de las relaciones intercomunitarias al señor Naseiro, el destino de la Generalitat valenciana al señor Palop, un cargo de super-ministro al senyor Prenafeta, etcétera. Los beneficios serían inmediatos e incuestionable s. Mi modesta proposición es clara. ¡No perdamos una vez más, por escrúpulos vanos, el tren del progreso!
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