Mentiras
Decíamos ayer que las ventanas ya no son lo que eran desde que el televisor ocupó su lugar. Ahora sólo filtran la luz, pero cuando nos asomábamos a ellas filtraban la vida. Los curas intentaban explicarnos lo de la eternidad con aquello de la hormiga que recorría un círculo alrededor de la Tierra y otras brutalidades de ese orden, pero nosotros pensábamos que no, que la eternidad era una tarde de domingo asomado a una ventana. Si la calle que tenías abajo era López de Hoyos, mejor aún. En esa calle murió, arrollada por el tranvía, la hija de un matrimonio que tenía una tienda de ultramarinos. Pocas muertes me han impresionado tanto. Yo no la vi, porque en ese momento estaba en el servicio; me lo contó uno que decía las mentiras tan bien que daba gusto creérselas. A los pocos días, cuando me encontré por la calle con la muerta, comprendí que me había engañado otra vez. Y, sin embargo, no pude dejar de creer que aquella chica había sido destrozada por las afiladas ruedas del tranvía. De manera que desde entonces la traté con las prevenciones propias del que se ve obligado a tratar con un cadáver. Lo cierto es que con los años fue empalideciendo, o eso es lo que vi, y comenzó a parecerse más a un espíritu que a un muerto. Pensé entonces que estaba dotado de alguna capacidad paranormal que me permitía alternar con los fallecidos y lo acepté con la naturalidad con que se aceptan esas cosas cuando uno ha crecido asomado a una ventana que daba al Madrid de los años cincuenta. Poco tiempo después la pusieron de cajera en la tienda de ultramarinos y a mí me daba asco tocar el dinero de las vueltas que había pasado por sus manos. Se casó con un muerto y creo que han tenido tres difuntos que llevan los domingos al parque de Berlín.Y es que hay mentiras que matan, como aquellas por las que usted se dejó engañar para votar que sí a la OTAN.
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